Me llamo Nicolás, y crecí en lo que parecía ser una familia corriente, envuelta en amor. Mi madre, Elena, y mi padre, Raúl, eran inseparables. Papá trabajaba como supervisor en una fábrica en nuestro pequeño pueblo de Santa Clara, mientras mamá se dedicaba a cuidarme en casa. Era su único hijo, y en aquellos tiempos inocentes creía que nada cambiaría jamás.
Pero entonces, un día, todo se desmoronó como un castillo de naipes. Despidieron a papá. No entendía del todo qué significaba, pero noté cómo se transformó: se volvió taciturno, oscuro, como si una nube negra lo hubiera tragado. Consiguió otro trabajo pronto, pero el dinero se evaporaba como agua en el desierto. Por las noches, los gritos de mamá resonaban en la casa, acompañados del estruendo de platos rotos en sus peleas. Sus voces llenaban el aire del pequeño departamento, y yo me escondía bajo las mantas, temblando, deseando que el caos terminara.
Y entonces llegó el golpe que hizo pedazos mi mundo. Papá descubrió que mamá se encontraba en secreto con otro hombre. Fue una escena de terror: alaridos, llanto desgarrador, y el sonido brutal de la puerta al cerrarse cuando papá se marchó. Nos abandonó, a mí y a mamá, en un silencio roto solo por mi dolor. Lo extrañaba tanto que sentía que mi pecho iba a estallar. Le rogaba a mamá que me llevara con él, pero ella estallaba en furia: “¡Todo es culpa suya, Nicolás! ¡Nos traicionó, es un miserable!” Sus palabras cortaban como cuchillos, pero mi corazón no dejaba de añorar a papá.
Una mañana, mamá se acercó con una sonrisa que parecía sacada de un recuerdo lejano. “¡Empaca tus cosas, pequeño, nos vamos al mar!” exclamó. Mi alma se iluminó – ¡el mar! Era un sueño hecho realidad. Ella ya estaba llenando una maleta vieja y raída, y yo quise llevar mis camioncitos, pero me detuvo: “Allá te compraré juguetes nuevos, mucho más bonitos.” Confié en ella – era mi madre, mi refugio.
Llegamos a la terminal de autobuses. Mamá compró los boletos y dijo que teníamos tiempo antes de partir, que haríamos una parada en el camino. Subimos a un autobús viejo que crujía y se tambaleaba con cada bache. Miraba por la ventana, imaginando el mar, las olas, los castillos de arena que construiría. Al fin, nos detuvimos frente a una casa gris y desvencijada, con pintura cayéndose a pedazos. Mamá me indicó que me sentara en una banca afuera: “Quédate aquí, Nicolás, voy por un helado. Espérame y no te muevas.” Asentí con obediencia, me senté en la banca helada de madera y me puse a esperar.
Pasó una hora, luego otra más. Mamá no aparecía. El sol comenzó a ocultarse, el viento se volvió gélido, y un miedo profundo me apretó el pecho. Observaba las ventanas ajenas que se iluminaban, esperando ver su sombra con un helado en la mano. Pero no llegaba. La noche cayó como un telón pesado, y yo, un niño indefenso, quedé solo en la oscuridad. Las lágrimas quemaban mi rostro, la llamaba a gritos, pero mi voz se ahogaba en la nada. Exhaustado por el terror y el frío, me hice un ovillo en la banca y caí dormido.
Desperté, pero no estaba en la calle, sino en una cama tibia. Abrí los ojos – la habitación era extraña, desconocida. Por un instante, pensé que mamá había regresado por mí y me había llevado allí. “¡Mamá!” grité, pero la puerta se abrió y entró… papá. Tras él, una mujer que no reconocía. Me levanté de un salto, el corazón latiéndome con fuerza: “¡Papá! ¿Dónde está mamá? ¡Fue por un helado y se perdió! ¿Qué pasó con ella?”
Papá se sentó a mi lado, su rostro duro, casi implacable. Tomó mi mano y pronunció palabras que aún resuenan en mi alma: “Nicolás, mamá te abandonó. Se fue y no volverá.” Fue como si el suelo se abriera bajo mis pies. No podía aceptarlo. ¿Abandonarme? ¡Eso no lo hacen las madres! Lloré a mares, grité que era una mentira, que me había jurado llevarme al mar. Pero papá me abrazó con firmeza y repitió: “No va a volver, hijo.” Era una verdad despiadada, y no intentó dulcificarla.
Los años pasaron. Papá y yo nos mudamos a otro lugar, Villaesperanza. La mujer que lo acompañaba se llamaba Valeria. Era bondadosa, aunque al principio la rechacé. Con el tiempo, comencé a llamarla mamá – no la que me dejó atrás, sino una madre verdadera que me cuidaba. Nació mi hermanito, Diego, y por primera vez sentí que tenía una familia – un hogar cálido, sin gritos ni despedidas.
Cuando fui mayor, papá me reveló más. Resulta que mamá lo llamó la mañana después de abandonarme en esa banca. Le dijo dónde estaba y cortó la llamada. Le quitaron sus derechos como madre, y yo no tenía ni idea de dónde había ido. La vida continuó: nos mudamos a una casa más grande, fui a la escuela, terminé mis estudios y entré a la universidad. Me destaqué en mis clases, me gradué con honores y conseguí un buen empleo. Con el tiempo, mi salario creció, y decidí que era hora de independizarme. Papá y Valeria me ayudaron a comprar un pequeño departamento en el centro de Villaesperanza.
Una tarde, al regresar del trabajo, vi a una mujer sentada en una banca frente a mi edificio. Estaba ahí, como un eco de mi infancia, mirándome fijamente. “Nicolás,” dijo en un susurro. Me quedé paralizado. “Soy tu mamá,” agregó, con voz quebrada. La observé, a esa figura envejecida y extraña, y las palabras se me atoraron en la garganta. Mi mente era un caos: “¿Por qué? ¿Por qué ahora?” Saqué el celular y llamé a papá y a Valeria.
Llegaron en minutos. Al verlos, el pánico se disipó. Papá me dijo: “Tú decides, hijo, si quieres a esta mujer en tu vida.” La miré – a esa que me dejó solo en la noche helada – y solo sentí un vacío inmenso. Sonó el timbre, papá fue a abrir, y ella entró tras él. No pude contenerme más: “Tú no eres mi mamá. Tengo una mamá y un papá – los que me criaron, los que estuvieron cuando tú escapaste. No te conozco ni quiero tus explicaciones. Vete y no regreses, o llamaré a la policía.” Ella estalló en llanto, pero yo fui inflexible. Se marchó, y me quedé viéndola desaparecer.
Luego me volví hacia papá y Valeria y los abracé con toda mi fuerza. “Los amo,” les dije. “Gracias por todo lo que han hecho por mí.” Ellos eran mi familia, mi salvación en la tormenta. Y esa mujer… quedó atrás, como un mal sueño que logré sobrevivir.
No abandonen a sus hijos. Ellos no pidieron nacer. Ustedes los trajeron al mundo, y les deben todo. Yo, Nicolás, lo sé mejor que nadie.