«Mamá, hemos vivido juntos quince años, pero quizás no debiste tener tres hijos» — esas fueron las palabras que escuché de mi hijo…

«Mamá, hemos vivido juntos quince años, pero quizá no deberíamos haber tenido tres hijos» — esas palabras escuchó de su propio hijo Isabel Martínez, y el suelo pareció hundirse bajo sus pies. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía su orgullo, su alegría, el hombre en quien había depositado todas sus esperanzas, decir algo así? Recordó cómo, de joven, Antonio había sufrido por culpa de Mariluz, esa chica que en el instituto le amargaba la existencia: burlas, trampas, mentiras… Y ahora iba a tirar todo por la borda —su familia, sus hijos, sus años— por ella.

Isabel lo recordaba todo. Cómo Mariluz armaba líos en clase, cómo Antonio, a pesar de practicar judo y poder defenderse, aguantaba en silencio. Era un chico educado, justo. Incluso cuando ella misma estaba a punto de ir al director, de cambiarlo de instituto, él la frenaba. Aguantaba.

Después del instituto, Antonio resurgió. Terminó con notas brillantes, entró en la universidad, trabajó, construyó su vida. Se convirtió en un hombre fuerte, respetado en su trabajo. Hasta que un día… ella apareció en la puerta de casa. Mariluz. La misma. Como una pesadilla recurrente, volvió para romperlo todo otra vez. Y Antonio, como embrujado, cayó rendido a sus pies. Se enamoró, perdonó todo el pasado, hasta se comprometió con ella. Y a pesar de que Mariluz lo dejó plantado en el altar por otro, él no se amargó. Herido, pero no vencido.

Tras aquello, Antonio conoció a Lucía, hija de una amiga de Isabel. Todo fue viento en popa: se casaron, tuvieron tres hijos, compraron un piso en Madrid. Isabel ayudaba en lo que podía. Lucía era una madre cariñosa, hacendosa, que llevaba la casa sin quejarse. Parecía que, por fin, la vida sonreía.

Hasta que un día, el huracán Mariluz regresó. Llegó a la capital, se cruzó con Antonio por casualidad, intercambiaron cuatro palabras… y él ya no fue el mismo. Empezó a decir que nunca había amado a Lucía, que solo estaba con ella por despecho, que los niños habían sido un error fruto de perder a Mariluz. Lo decía frío, como si hablara de corregir una factura mal hecha.

Isabel no daba crédito. ¿Cómo podía olvidar que Mariluz lo había abandonado? ¿Cómo fiarse de alguien que lo cambió por otro sin pensárselo? Ahora volvía porque en Barcelona las cosas no le habían salido bien, y otra vez lo arruinaba todo.

Lo peor: Antonio hablaba de irse. De dejar a Lucía, a sus hijos, por quien le volvía a llamar. Como si le hubieran borrado el cerebro y solo quedara esa obsesión absurda.

Isabel miraba a sus nietos y no sabía cómo explicarles que su padre los abandonaba. No podía ni imaginar la mirada de Lucía, que ni sospechaba nada. El corazón se le partía. Su hijo, por quien había rezado, luchado, a quien había defendido del dolor, ahora lo causaba.

Por primera vez, se sentía impotente. Antonio era un hombre hecho y derecho, dueño de sus decisiones. Pero ¿una madre puede callarse viendo cómo se deshace una familia? ¿Puede apartarse cuando todo se derrumba?

Isabel lo tenía claro: lucharía. Por Lucía. Por sus nietos. Por evitar que su hijo se perdiera para siempre. No permitiría que esa mujer destrozara otra vez lo que tanto costó levantar. Aunque tuviera que enfrentarse a su propio hijo. Porque a veces, el amor de madre no es decir sí. Es proteger. Incluso si nadie te lo pide.

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