Mamá, ¿cómo pudiste hacerme esto?

¡Madre, ¿cómo pudiste hacer esto?

Aún no me creo que esa conversación con mi madre haya ocurrido. La llamé solo para saludar, saber cómo estaba, y de repente me vi en medio de un drama familiar que lo puso todo patas arriba. «Mamá, ¿en serio? —casi grité por teléfono—. Soy tu único hijo, tengo un hijo, tu único nieto al que ni siquiera conoces, ¿y le regalas tu piso a una desconocida? ¿Y encima me saludas como si nada: “Hola, hijo, hace mucho que no llamas”?». Mi madre guardó silencio al otro lado, mientras yo sentía cómo la rabia y la incomprensión hervían dentro de mí. ¿Cómo pudo hacer esto?

Me llamo Javier, tengo treinta y cinco años y soy el único hijo de mi madre, Elena Martínez. Nunca hemos tenido una relación fácil. Cuando era pequeño, trabajaba en dos empleos para sacarnos adelante, y le estaré siempre agradecido. Pero su rigidez y su manía de decidir todo sola abrían un abismo entre nosotras. Cuando me casé con Lucía y tuvimos a nuestro hijo Pablo, esperé que mi madre se acercara a nuestra familia. Pero nunca vino a conocer a su nieto, siempre con excusas: el trabajo, la salud. Yo no insistía, llamaba cada mes, le mandaba fotos de Pablo, y sus respuestas eran siempre breves: «Qué bien, hijo, me alegro por vosotros». Y ahora me entero de que ha firmado una donación de su piso a favor de una tal Carmen.

Todo empezó cuando mi tía, Rosa, la hermana de mi madre, me llamó para contármelo. Al principio pensé que era un error, que Rosa se había confundido. Pero no: mi madre había firmado los papeles. Carmen, según decía, era una mujer que «la ayudaba en casa». Me quedé de piedra. Mi madre vive en un pueblo de Toledo, en un piso de dos habitaciones que compró con mi padre hace años. No es solo un piso, es nuestra historia, el lugar donde crecí. ¿Y ahora es de una extraña?

Llamé a mi madre de inmediato. Ella respondió con una calma que me desconcertó. «Sí, Javier, se lo he dado a Carmen —dijo—. Es una buena mujer, me trae la compra, me ayuda a limpiar. Tú estás lejos, tienes tu vida». No sabía qué decir. Claro, vivimos a tres horas en coche, pero siempre le ofrecí ayuda. Le preguntaba si necesitaba algo, le decía que podía pagarle una cuidadora si lo necesitaba. Pero ella siempre me cortaba: «No hace falta, yo me arreglo». ¿Y ahora resulta que yo «estoy lejos» y Carmen es su salvación?

Le pregunté quién era esa Carmen y por qué confiaba tanto en ella. Resulta que es una vecina que, desde hace un par de años, va a ayudarla. Según mi madre, «es como una hija»: le cocina, va a la farmacia, incluso la lleva a su huerto. No me molestaba que aceptara ayuda, ¿pero regalarle el piso? ¡No es un ramo de flores! Intenté hacerle ver que no era justo para Pablo y para mí. «Mamá, soy tu hijo, Pablo es tu nieto. Ni siquiera sabes cómo es, ¿y le das todo a una desconocida? ¿En qué estabas pensando?». Pero ella solo suspiró y dijo: «Javier, tú no vienes, y Carmen está aquí. Además, es mi decisión».

La rabia me quemaba por dentro. Sí, no voy todos los meses —tengo trabajo, una hipoteca, un coche que pagar—, pero siempre creí que éramos familia, que pensarían en nuestro futuro. Pablo solo tiene cuatro años, y soñaba con que ese piso pudiera servirle algún día, para estudiar o para su primer hogar. Y ahora es de Carmen, de quien no sabía ni que existía. Le pregunté si no temía que se estuviera aprovechando de ella, pero me cortó: «Sé lo que hago. Carmen es buena persona».

Después de colgar, no podía tranquilizarme. Lucía, viéndome así, sugirió ir a verla en persona. Cogimos a Pablo y fuimos a su pueblo. Cuando llegamos, nos recibió con cariño, abrazó a Pablo, pero noté su tensión. Con el café, volví a sacar el tema. No quería discutir, pero necesitaba entender. «Mamá, explícame —dije—. Si necesitas ayuda, puedo venir más, puedo contratar a alguien. ¿Pero regalar el piso?». Me miró, cansada, y dijo: «Javier, no quiero ser una carga. Carmen me cuida, y tú estás ocupado. Lo hice para no molestar».

Esas palabras me dolieron más de lo que esperaba. ¿De verdad creía que sería una carga para nosotros? Intenté decirle que éramos su familia, que Pablo quería una abuela, que yo quería estar cerca. Pero ella solo movió la cabeza. Entonces lo entendí: se sentía sola, y Carmen había llenado ese vacío. Duele admitirlo, pero vi la situación desde su perspectiva.

Volvimos a casa, y aún no sé qué hacer. Legalmente, no puedo hacer nada —mi madre está en sus cabales y tenía derecho a hacerlo—. Pero no soporto pensar que eligió a una extraña antes que a nosotros. He decidido llamar más, visitarla, que Pablo la conozca. Quizá con el tiempo entienda que somos su verdadera familia. Y Carmen… Espero que de verdad la cuide, y que no tenga otras intenciones. Pero esta historia me ha enseñado algo: no hay que dejar para mañana el tiempo con los que queremos. La vida es muy corta para perder a quienes importan.

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MagistrUm
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