—Mamá, ¿cómo has podido hacer esto?
Aún no puedo creer que esa conversación con mi madre llegara a ocurrir. Marqué su número solo para saludarla, preguntarle cómo estaba, y de repente me vi metido en un drama familiar que lo dejó todo patas arriba. «Mamá, ¿en serio? —casi grité al teléfono—. Soy tu único hijo, tengo un hijo, tu único nieto, al que ni siquiera conoces, ¿y tú le regalas tu piso a una desconocida? Y además me saludas como si nada: “Hola, hijo, cuánto sin llamarme”». Mi madre guardó silencio al otro lado, mientras yo sentía cómo la rabia y la incomprensión hervían dentro de mí. ¿Cómo había podido hacer algo así?
Me llamo Javier, tengo treinta y cinco años y soy el único hijo de mi madre, Carmen Ruiz. Nunca tuvimos una relación fácil. Cuando era niño, ella trabajaba en dos empleos para mantenernos, y le estaré eternamente agradecido. Pero su severidad y su costumbre de decidir todo sola abrieron una brecha entre nosotos. Después de casarme con Lucía y de que naciera nuestro hijo Mateo, esperaba que mi madre se acercara a nuestra familia. Sin embargo, nunca vino a conocer a su nieto, excusándose con su trabajo y su salud. Intenté no presionarla, llamaba una vez al mes, le mandaba fotos de Mateo, pero sus respuestas eran siempre cortas: «Qué bien, hijo, me alegro». Y ahora me entero de que ha cedido su piso a una extraña.
Todo empezó cuando mi tía, Rosa, la hermana de mi madre, me llamó para contarme que Carmen había firmado la escritura de donación de su vivienda. Al principio pensé que era un error, que quizá Rosa se había confundido. Pero ella estaba segura: mi madre había traspasado el piso a una tal Nuria, una mujer que, según ella, «la ayudaba con las tareas de la casa». Me quedé helado. Mi madre vive en un pueblo pequeño, en un piso de dos habitaciones que compró con mi padre cuando eran jóvenes. No es solo un inmueble, es parte de nuestra historia, el lugar donde crecí. ¿Y ahora pertenece a una desconocida?
Llamé a mi madre de inmediato para que me lo explicara. Respondió con calma, como si no hubiera pasado nada. «Sí, Javier, le he dado el piso a Nuria —dijo—. Es una buena mujer, me cuida, me trae la compra, me ayuda con la limpieza. Tú estás lejos, tienes tu vida». No supe qué decir. Es cierto que Lucía y yo vivimos en otra ciudad, a tres horas de distancia, pero siempre le ofrecí mi ayuda. La llamaba, preguntaba si necesitaba algo, le proponía visitarla o contratar a una cuidadora si le costaba. Pero ella siempre lo rechazaba: «No hace falta, yo puedo». Y ahora me dice que estoy «lejos», mientras que esa Nuria es su gran apoyo.
Le pregunté quién era esa mujer y por qué confiaba tanto en ella. Resultó que era una vecina que, hacía un par de años, empezó a visitarla para ayudarla. Según mi madre, era «como una hija»: cocinaba, iba a la farmacia e incluso la llevaba a su huerta. No me molestaba que aceptara ayuda, ¿pero regalarle el piso? ¡No es un paquete de galletas! Intenté hacerle ver que era injusto para mí y para Mateo. «Mamá, soy tu hijo, Mateo es tu nieto. Ni siquiera sabes cómo es, ¿y le das todo a una desconocida? ¿Cómo puedes hacer esto?». Pero ella solo suspiró y dijo: «Javier, tú no vienes, y Nuria está aquí. Además, es mi decisión».
La impotencia me invadió. Claro que no iba todos los meses: tengo trabajo, una familia, un crédito del auto. Pero siempre creí que éramos una familia, que ella pensaba en nuestro futuro. Mateo solo tiene cuatro años, está creciendo, y yo soñaba con que ese piso algún día fuera una ayuda para él: tal vez para sus estudios o su primer hogar. Ahora todo se ha ido a manos de una Nuria de la que no sabía nada hasta hoy. Le pregunté a mi madre si no temía que esa mujer se hubiera aprovechado de ella. Pero me cortó: «Sé lo que hago. Nuria es buena gente».
Después de la llamada, me costó calmarme. Lucía, viéndome así, sugirió ir a ver a mi madre en persona. Lo hicimos: llevamos a Mateo y fuimos a su pueblo. Cuando llegamos, nos recibió con cariño, abrazó a Mateo, pero noté su tensión. Durante el café, volví a sacar el tema del piso. No quería discutir, pero necesitaba entender. «Mamá, explícamelo —dije—. Si necesitas ayuda, puedo venir más, puedo pagar a alguien. Pero, ¿por qué regalar el piso?». Me miró, cansada, y respondió: «Javier, no quiero ser una carga. Nuria se ocupa de mí, y tú estás ocupado. Lo hice para no molestar a nadie».
Esas palabras me dolieron más de lo que esperaba. ¿De verdad creía que sería una carga para nosotros? Intenté decirle que éramos su familia, que Mateo quería una abuela, que yo deseaba estar cerca. Pero ella solo movió la cabeza. Entonces comprendí que se sentía sola, y que Nuria había llenado ese vacío. Fue doloroso, pero empecé a verlo desde su perspectiva.
Nos volvimos a casa, y todavía no sé qué hacer. Legalmente, es casi imposible anular la donación: mi madre está en sus cabales y tenía derecho. Pero no acepto que eligiera a una extraña antes que a nosotros. Decidí llamarla más, visitarla, llevar a Mateo para que conozca a su abuela. Quizá con el tiempo entienda que somos su verdadera familia. Y Nuria… Espero que de verdad cuide de mi madre y no busque algo más. Pero esta historia me enseñó algo: no hay que dejar para nunca el tiempo con los nuestros. La vida es demasiado corta para perder a quienes amamos.