—¡Quiero hacer una prueba de ADN!
Álvaro se plantó en el marco de la puerta con gesto severo, dejando claro que iba en serio.
Lucía fregaba los platos y creyó que el ruido del agua le había jugado una traición. Secándose las manos, repitió:
—¿Qué has dicho?
—Que haré la prueba de ADN a nuestro hijo.
—¿Para qué? —preguntó ella, arrugando el delantal entre los dedos.
—Porque creo que el niño no es mío.
Vaya noticia. Su hijo Diego cumpliría cuatro años en un mes. Álvaro no era el padre más entregado, pero siempre le había mostrado cariño: jugaban juntos, le compraba juguetes e incluso lo cuidaba algunas noches cuando Lucía salía. Nunca, ni de broma, había insinuado dudas sobre su paternidad. Menos aún tenía motivos: se casaron hace seis años, y al año ella quedó embarazada. Aquel año fueron felices, sin espacio para infidelidades. ¿De dónde salía ahora aquello?
—¿Me explicas por qué piensas así? —inquirió Lucía, conteniendo la voz.
Él soltó una risa cortante.
—¡Ahí vas! Intentando convencerme. Si fueras inocente, no temerías la prueba.
Era absurdo. Su matrimonio no era de cuento, pero Lucía creía en el respeto y la lealtad. Jamás Álvaro la había humillado así. ¿Dónde quedaba la confianza?
—No quiero convencerte —respondió ella, serena—. Solo entender por qué, tras cuatro años, dudas de Diego.
—¡No se me parece en nada! —espetó él—. Yo soy rubio, como toda mi familia. Él tiene pelo oscuro y ojos marrones.
—¿Y yo? ¿No tengo pelo castaño y ojos marrones? —replicó ella—. Diego es idéntico a mi padre, ¡tú mismo lo decías!
—No —mintió Álvaro, olvidando sus propios comentarios meses atrás—. En cambio, se parece a tu compañero de trabajo, a ese… ¡Raúl!
Lucía soltó una carcajada. Antes de ser madre, trabajaba en una tienda de muebles. Raúl era el repartidor, y Diego no compartía ni un rasgo con él, salvo el tono del cabello.
—Esto es una locura —dijo, negando—. Sabes que nunca te falté.
—¡Mi madre y mi hermana me advirtieron que negarías! ¡Haremos la prueba!
Ah, todo encajaba.
Lucía era amable, pero con carácter. Su relación con la suegra, Carmen, empezó bien: comidas familiares, halagos… Hasta que descubrió que tras su sonrisa se escondían críticas: la tachaba de torpe, fea, mala esposa. Lucía la enfrentó, revelando su verdadero carácter. Desde entonces, evitaba verla.
La cuñada, Marta, era igual: chismosa, victimista. Culpaba a otros de sus fracasos (marido infiel, despido por robo, cortes de luz por impagos). Lucía intentó congeniar, pero se hartó de sus mentiras.
Ahora, madre e hija habían envenenado a Álvaro.
Lucía decidió darle una oportunidad. Se sentó a la mesa.
—Sabes que tu familia me odia. Te han intoxicado, y esto destruirá nuestro matrimonio.
—Si no ocultas nada —replicó él, evasivo—, acepta la prueba.
—De acuerdo —cedió ella—. Con una condición: si confirma que eres su padre, te vas con tu madre. Y nos divorciamos.
—¿Por qué? —frunció el ceño.
—No viviré con alguien que desconfía sin motivo. Si su palabra pesa más que la mía, vete.
Álvaro dudó. Lucía esperó que recapacitara, pero tras unos minutos, insistió:
—Haremos la prueba.
Al día siguiente, recogieron las muestras. Durante la semana de espera, Álvaro evitó a Diego. Lucía contaba los minutos para humillarle con los resultados. No toleraría más injerencias.
Cuando llegó el informe, Lucía mostró el móvil a Álvaro. Él escudriñó el texto, y luego sonrió:
—¡Diego es mío! ¡Menos mal! Hay que celebrarlo.
—Sí —asintió ella—. No por tu paternidad, que nunca dudé, sino por nuestro divorcio.
—¿Divorcio? —palideció él—. ¡Fue una duda! Muchos crían hijos ajenos…
—No me interesa —cortó Lucía—. No viviré con quien obedece ciegamente a otros. Ni con quien castiga a su hijo por sospechas absurdas. Vete.
Álvaro suplicó perdón, prometió cambiar. Pero Lucía fue inflexible. Aquella crisis había revelado su verdadero carácter: débil, influenciable.
Ella casi le compadecía. Quienquiera que lo amara después, sufriría a su familia. Quizá él aprendiera… aunque dudaba. La gente rara vez cambia.