**La Maleta con Ruedas**
—Mamá, ya soy mayor. ¿No puedo hacer lo que quiero ni una vez? —protestaba Lucía.
Llevaban días discutiendo desde que Lucía anunció a su madre que quería irse una semana a Barcelona con su novio.
—¿Y los estudios? La época de exámenes está cerca.
—Saco buenas notas. Ya recuperaré. Por favor, mamá —insistió con voz quejumbrosa.
—Lo conoces desde hace nada. ¿Y luego qué? —Carmen ya no tenía fuerzas ni palabras para disuadirla.
—Si no me dejas, me escapo de casa y no vuelvo nunca —gritó Lucía, se sentó en el sofá, abrazó un cojín y miró por la ventana.
«¿Y si lo hace de verdad?» La idea se clavó en su pecho como una espina y creció hasta convertirse en pánico. Su hija era el sentido de su vida, la única familia que le quedaba. No podía perderla.
—Mamá, tú siempre fuiste la correcta y te quedaste sola. ¿Quieres que me pase lo mismo? —En la voz de Lucía temblaba la histeria.
—Cariño, todo llegará a su tiempo… —decía Carmen, pero sabía que su hija estaba enamorada y no la escuchaba.
Lucía hundió la cara en el cojín y lloró.
«¿Acaso soy una enemiga para mi hija? Los tiempos han cambiado. Todo va más rápido. A lo mejor, si yo hubiera sido más valiente en su momento, si me hubiera dado cuenta a tiempo de cómo era su padre, mi vida habría sido distinta». Carmen suspiró.
—Bueno. Vete. Pero llámame cada día. No puedo darte mucho dinero. Sabes que estoy ahorrando para la reforma —cedió, exhausta de discutir.
Lucía soltó el cojín, corrió hacia su madre y la abrazó.
—Mamá, gracias. No necesito dinero. Alejandro tiene. Te llamaré a diario. Varias veces. No te preocupes, todo irá bien —dijo con voz alegre.
«¿Cómo no voy a preocuparme? Cuando tengas una hija, ya verás qué fácil es». Carmen lo pensó, pero no lo dijo. Sería inútil.
Lucía entró en su cuarto y salió con una maleta.
—¿Ya tenías las cosas preparadas? ¿De verdad te habrías escapado? —La sospecha le dolió en el alma.
—Sabía que me dejarías. Te conozco. Ahora llamo a Alejandro —dijo, pero en lugar de marcar, se acercó a su madre.
—¿Y si tú también te vas a algún sitio? A lo de la tía Lola, por ejemplo. No puedes quedarte sola en casa, estás de vacaciones —dijo en tono conciliador.
—Encontraré algo que hacer. Y tú, ten cuidado. Ya me entiendes —murmuró Carmen, con ganas de llorar.
—Mamá, ya soy mayor. Lo sé todo —contestó Lucía, marcando el número.
El corazón de Carmen se encogió. Por la conversación entendió que su hija se iba en ese momento.
—Bueno, mamá, el taxi ya está abajo —dijo Lucía, dirigiéndose hacia la entrada con la maleta. Carmen corrió detrás.
—No me acompañes. En cuanto subamos al tren, te llamo. Vuelvo en una semana —Le dio un beso en la mejilla y salió sin ver las lágrimas en los ojos de su madre.
«Ahí está, ya ha crecido. Ya no me necesita. Ni siquiera quiso que la acompañara». Carmen fue a la cocina y miró por la ventana. Abajo, un taxi amarillo esperaba junto a un chico que caminaba impaciente. «Bueno, parece normal. Tal vez todo salga bien. No se puede proteger a nadie de todo».
Siguió con la mirada el taxi hasta que desapareció, fue al salón y se sentó en el sofá donde su hija había estado poco antes. Las lágrimas asomaron. «Aquí me quedo, sola. Silencio, vacío. Me volveré majara. Es la suerte de las madres, desprenderse de sus hijas».
Pasó horas así, sin fuerzas para hacer nada. «¿Y si yo también me escapo? Al sur, por ejemplo. Al fin y al cabo, son vacaciones. No es verano, pero hace más calor que aquí». Entró en el cuarto de Lucía, encendió el ordenador y buscó billetes.
Encontró uno barato para Málaga al día siguiente. Sin pensarlo mucho, lo compró, junto con el de vuelta en cinco días. Estaba harta de ahorrar en todo. ¿Esperar llamadas de su hija? La semana sería eterna.
Empezó a hacer la maleta, distrayéndose de la angustia. Lucía llamó por la noche, emocionada, contando que estaban en la estación, que todo iba bien… Su risa feliz resonó antes de cortar.
Carmen no pudo dormir. «Bueno, dormiré en el avión», pensó, y salió de casa. Tomó un taxi, se puso su abrigo de otoño y fue al aeropuerto.
A pesar de la hora temprana, el aeropuerto bullía. La gente se despedía, corría, hablaba por teléfono.
Pasó junto a una pareja abrazada en medio del hall. La chica, con la cara llorosa, miraba al chico y repetía con voz apagada:
—¿Volverás? ¿Lo prometes? Te quiero… —Se abrazó a él con fuerza.
Él le respondía algo, besándole el pelo húmedo. Carmen apartó la vista. Era demasiado íntimo.
Hizo el check-in y esperó el embarque. Volvió a pensar en su hija. «Las chicas jóvenes, siempre con prisas, temiendo no llegar a tiempo, lanzándose al amor ciegamente».
Ella también había tenido un amor así. También se había lanzado. ¿Y dónde estaba ahora? Su marido no estuvo a la altura. Se separaron cuando nació Lucía. Hubo relaciones pasajeras, pero no quiso volver a casarse. Ahora era tarde. Y aquí estaba, sola, yendo al sur. ¿Por qué? Pero en casa se volvería loca esperando llamadas.
Un hombre pasó junto a ella, golpeándole la pierna con su maleta con ruedas.
—Perdone —dijo él, y siguió adelante.
«Seguro que viaja con la amante», pensó Carmen, con amargura.
Anunciaron el embarque. El hombre entregó su billete primero. No había ninguna amante. Se retrasó un momento, Carmen tropezó con su maleta y maldijo mentalmente. Por casualidad, sus asientos quedaron cerca. Ella intentó ignorarlo hasta que se durmió.
Al aterrizar, se vistieron al mismo tiempo, molestándose mutuamente. Él ya le resultaba insoportable.
Salió del aeropuerto, tomó un taxi y pidió ir a un hotel barato. Dejó sus cosas y fue al paseo marítimo. El sol calentaba, y Carmen se arrepintió del abrigo. Disfrutó del mar, del aire fresco. Sonrió. Lucía envió un mensaje: habían llegado bien, todo tranquilo. Carmen se relajó, incluso le entró hambre.
—¿Le importa? —El mismo hombre del avión se sentó frente a ella en el café sin esperar respuesta. —¿No cree que nos encontramos demasiado? Si el destino nos cruza, ¿por qué no nos presentamos? —Extendió la mano—. Me llamo Javier.
—Carmen —respondió ella, sin estrecharle la mano.
—Nombre bonito. ¿Le molesta si le digo Carmina? Le queda bien.
Ella encogió los hombros. Era atractivo, algo mayor que ella, con una sonrisa sincera.
—Hablemos de tú. ¿De vacaciones? —preguntó él.
—¿Y tú? ¿Por trabajo? —contestó ella, evasiva.
—Has acertado. Trabajo desde cualquier sitio. Soy escritor, entre otras cosas. Decidí pasar una temporada alMeses después, mientras Carmen y Javier paseaban por la playa de Valencia, donde ahora vivían juntos, recibió una foto de Lucía sonriendo junto a un chico nuevo, con el mar de fondo, y supo que, al fin, el destino les había dado a ambas una segunda oportunidad.