Madres con carácter

Madres Rebeldes

Cuando Óscar y Inés se casaron, ambas familias celebraron con alegría.

Natalia, la madre de Óscar, incluso se emocionó frente al Registro Civil. Mientras, Vega, la madre de Inés, abrazó a su yerno como si lo conociera de toda la vida.

Ni Natalia ni Vega tenían maridos. Las dos habían criado solas a sus hijos, ambas habían pasado por mucho.

Aunque eran de carácter distinto—una estricta y decidida, la otra más dulce—, siempre se trataron con respeto. No quisieron amargar la felicidad de sus hijos con peleas absurdas.

Los primeros, los recién casados alquilaron un piso diminuto: un estudio con un vecino fumador al lado y un patio ruidoso. Pero al menos eran dueños de su propio espacio.

A los seis meses, a Inés se le ocurrió una idea. A Óscar le pareció brillante y llena de lógica.

Y dos semanas después, llegó *esa* conversación. Con sus madres…

***

—Mamá, no lo tomes a mal. Inés y yo hemos estado pensando…

Natalia lo miraba en silencio, esperando. Ya estaba acostumbrada a sus ocurrencias.

—Bueno… Tú tienes un piso de dos habitaciones, y Vega uno de tres. Nosotros seguimos pagando un alquiler caro e incómodo. Queremos mudarnos al piso de tres.

—Sigue.

—Tú y Vega… podríais vivir juntas. Ella se mudaría a tu casa, y nosotros a la suya. Así tendríamos más espacio.

Había explicado el plan como si fueran las reglas de un juego de mesa, tranquilo, sin dudas.

—¿Y por cuánto tiempo? —preguntó Natalia.

—Pues… hasta que compremos algo propio. Cinco años. Quizá diez.

Natalia no gritó. No cambió de expresión. Solo dijo:

—Lo pensaré.

Y salió al balcón. Allí se quedó, mirando el patio vacío, sintiendo cómo el frío se arrastraba despacio por su pecho.

***

Al día siguiente, Vega escuchó lo mismo de su hija.

—Mamá, tú y Natalia os lleváis bien. No sois íntimas, pero os respetáis. ¿Por qué no podéis vivir juntas? Así nosotros nos mudamos aquí…

Vega la interrumpió.

—¿Me estás pidiendo que alquile mi vida?

Inés se quedó helada.

—No, ¡qué dices! Es solo que… vosotras ya habéis vivido lo vuestro. Y nosotros empezamos…

—¿Lo mío ya pasó? ¿Así que me das por acabada?

—No me entiendes…

—Oh, sí. Perfectamente. Gracias, hija.

***

Una semana después, decidieron hablar todos juntos.

Natalia llegó primero. Vega, después. Se sentaron frente a los jóvenes, que lucían serios, casi solemnes.

—Madres, no queremos peleas. Solo pedimos comprensión y ayuda. Lo tenemos difícil. No hay dinero, queremos tener un hijo. Vosotras tenéis vivienda, y nosotros malgastamos nuestros ahorros en alquileres. ¿Dónde está la lógica? ¿Tan difícil es vivir juntas?

Natalia respondió primero.

—Sí, difícil. Sobre todo cuando tu propio hijo te ve como… un estorbo.

Vega continuó:

—Hijos, intentad entendernos. Cada una tiene su vida, su silencio, su ritmo. No debemos nada a nadie, ni tenemos por qué renunciar a nuestra comodidad.

—Pero estáis solas. Juntas, ¡sería más divertido! ¿Qué os lo impide? —insistió Inés.

—El amor propio —dijo Natalia—, y el derecho a una vida propia.

—¿O sea, no os importa cómo vivimos? —la voz de Óscar tembló de decepción.

—Sí nos importa —respondió Vega—, pero hay diferencia entre ayudar y ahogarse. Vosotros pedís lo segundo.

Los jóvenes se miraron. No esperaban esa firmeza.

Imaginaban discusiones, lágrimas… y al final, un sí.

Pero obtuvieron un «no» rotundo y en calma.

Esa noche, Natalia fregó los platos despacio, metódicamente, como buscando paz en el movimiento.

Vega, por su parte, se lanzó a limpiar la casa, frotando cada rincón para no pensar.

El enfado se fue, dejando solo cansancio.

No estaban en contra de sus hijos. No les deseaban mal. Pero comprendieron una cosa: para ellos, ya no eran personas.

Solo un suelo sobre el que podían pisar sin mirar.

***

Pasó un mes.

Óscar e Inés no volvieron a mencionarlo.

Alquilaron un piso más grande, pidieron un préstamo.

Se quejaban, claro. Del dinero, del día a día, de lo duro que era sin ayuda.

Pero ya no insistieron en juntar a sus madres.

Tal vez escucharon. O tal vez recapacitaron tras contarlo en redes sociales y leer los comentarios. Casi todos empezaban con: «¿Estáis locos o qué?»

Natalia y Vega, por su parte, se acercaron. Iban al teatro, compartían recetas. No eran amigas íntimas, pero sí aliadas.

—¿Te das cuenta? —se rio Vega un día—. Siguen creyendo que no entendimos su gran idea.

—Que piensen lo que quieran —encogió los hombros Natalia—, con laY así, entre risas y café compartido, descubrieron que a veces el mejor regalo para los hijos es enseñarles, con calma, los límites del amor.

Rate article
MagistrUm
Madres con carácter