Madre, suegra y yo al límite
—¿Segura que no le hará daño al bebé si comes remolacha? —preguntó la suegra, removiendo la sopa de berzas.
—Mamá, lleva tres días haciendo la misma sopa —suspiró Pablo—. ¿Puedo terminar e irme a trabajar?
—¡Esta sopa es medicinal! —la suegra alzó la cuchara—. ¡Y tu madre saltea como si fuera artillería! ¡Eso sí que hace daño!
—Perdona, yo crié a tres —respondió tranquilamente Carmen López, la madre de Lucía, sacando una olla de la nevera—. Y todos vivos. Y esto es sopa de alubias. ¡Proteínas!
—Suegra, las alubias son pesadas. ¡No vivimos en el campo!
—¡Pues tampoco estamos en un hospital! —replicó Carmen.
Lucía, sentada en el taburete de la cocina, abrazaba su vientre mientras soñaba con que alguien apagara el sonido. El embarazo iba por el séptimo mes, y antes creía que lo peor eran las náuseas. Ahora sabía que lo verdaderamente difícil era mantener la cordura entre dos mujeres que solo querían “lo mejor”.
La suegra se mudó al enterarse del embarazo. “¡Mi primer nieto! Vuestra casa es pequeña, pero yo vendré a ayudar”. La madre de Lucía llegó una semana después: “Eres mi única hija, lo dejo todo por ti”. Así, tres amas de casa compartieron un piso de dos habitaciones.
—Estoy embarazada, no enferma —susurró Lucía a Pablo al llegar él por la noche.
—Lo sé. Aguanta. Mi madre se irá después del parto.
—¿Y la mía?
—La tuya… quizá también. ¿O a lo mejor se hacen amigas?
No se hicieron amigas. Empezaron a competir.
Primero, en la limpieza. Por la mañana, Carmen fregaba el suelo; al mediodía, la suegra lo volvía a hacer porque “el aire trae polvo e infecciones”. Luego, en las compras. Los bodis para el bebé llegaron en tres tallas: 56, 62 y 74. Todos rosas, aunque nadie sabía si nacería niño o niña.
Pero el campo de batalla principal fue el sillón mecedor.
—¡Yo lo elegí! —anunció la suegra.
—¡Yo lo compré! —replicó Carmen.
—¡Yo lo mencioné primero!
—¡Yo lo traje antes!
—Irá en mi habitación —sentenció la suegra.
—¿Con qué derecho? —se indignó Carmen—. Lucía amamantará allí. Que quede en su cuarto.
—Yo pensaba dormir ahí con el bebé —musitó Lucía.
—¡No, estarás agotada! ¡Que duerma conmigo! —exclamó la suegra.
—¡O conmigo! —insistió Carmen.
—¿Y yo, perdón, dónde quedo? —estalló Pablo—. ¡Soy el padre!
—Tú puedes dormir en la cocina. Hay un sofá —corearon ambas.
Al día siguiente, el sillón desapareció. No estaba ni con Lucía, ni con la suegra, ni con Carmen.
—¿Dónde está el sillón? —preguntó Lucía.
—Se mudó —dijo la suegra.
—Lo escondieron —susurró Carmen.
La guerra alcanzó su clímax. En la cocina ya no hervía sopa, sino silencio. Cortante. Con miradas fugaces. Pablo se quedaba hasta tarde en el trabajo. Lucía comía yogures en el baño.
—No aguanto más —dijo esa noche—. Es mi hijo. Mi cuerpo. Mi vida. Nunca pedí estos “sacrificios”.
—Bueno… solo quieren ayudar —titubeó Pablo.
—Quieren controlar. Y tú callas, porque estás acostumbrado. Yo, no.
Es noche durmió mal. A la mañana siguiente, sin desayunar, buscó anuncios. Al mediodía regresó con unas llaves.
—¿Qué es esto? —preguntó Pablo.
—Un piso alquilado. Dos habitaciones, luminoso. Ya firmé el contrato.
—Lucía…
—No me voy de ti. Me voy hacia mí. Si quieres, ven conmigo. Si no, nos vemos en el hospital.
Él calló.
Media hora después, salió con una maleta. Abajo, frente al portal, estaba el sillón mecedor. Con una manta tejida y un cojín de gatitos. Sonrió. Luego llamó a una organización benéfica. En dos horas, el sillón se fue.
El piso nuevo olía a pintura fresca. Lucía desempacó, ordenó sus cremas, preparó té de menta. Puso música. Y por primera vez en mucho tiempo, solo se tumbó en el sofá.
Tres días después llegó Pablo. Con una mochila.
—Allí es insoportable. No se hablan. La cena parece un funeral.
—¿Y aquí?
—Aquí se puede respirar. Lo entendí. No solo eres madre. Eres una persona.
Nació un niño. En agosto. Por la tarde. Sin sillón mecedor, pero con amor. La suegra y Carmen visitaban por turnos. Con sopa, pero en tuppers.
—Entendimos —dijo la suegra—. El sillón no era la solución.
—Lo importante es no crispar los nervios —suspiró Carmen.
Lucía solo abrazaba a su hijo y pensaba: puede haber mil sopas, pero solo un lugar en la vida. Y ese era el suyo.
Dos semanas después del parto, Lucía se puso unos vaqueros. Algo holgados, pero al menos no eran pijama ni bata.
—Creo que vuelvo a ser yo —le dijo a Pablo, quien en ese momento daba el biberón al niño con una naturalidad envidiable.
—Siempre lo fuiste. Hasta en bata.
—Gracias. Tú tampoco estás mal, aunque lleves la camiseta manchada de puré.
Se rieron. De verdad. Como nunca en aquel piso de tres sopas.
La vida se ordenó. Mañanas de lactancia, siestas, paseos. Tardes con café y treinta minutos para ella. Pablo tomó vacaciones, un salvavidas.
—Mira, papá: ya sé cambiar pañales, mecerlo y hasta cantarle *El Rey León*. ¿Eso también cuenta? —preguntó orgulloso.
—Claro que cuenta. Eres el mejor.
Pero llegó el día que temía.
—Lucita, queremos visitar al nieto. Yo el viernes, tu madre el sábado. Lo hablamos.
Lucía respiró hondo. Sintió ese frío de cocina cuando alguien dice “*aquí no se hace así*”.
—Una hora cada una. Sin comida, sin críticas. Solo el niño. ¿Vale?
Silencio al otro lado.
—Vale —respondió primero la suegra.
El viernes, Verónica esperó en la puerta con flores, una sonrisa serena y… nada más.
—Sin sopa. Palabra. ¿Puedo lavarme las manos?
Después se sentó junto a la ventana. En silencio. Solo una vez murmuró:
—Se parece a Pablo. Pero la nariz es la tuya. Suerte que se mezcló bien.
Lucía le sirvió té.
—Gracias. Lucía… entendí que ser madre es soltar, no repetir. Quise que vivieras como yo, pero lo haces a tu manera. Y te sale bien. Estoy orgullosa.
Una lágrima escapó, pero la secó rápido, como si nada.
Al día siguiente llegó Carmen, con gafas de sol y un helado.
—A mí ya no me permite el azúcar, pero te traje el de cereza. ¿Te acuerdas?
Se sentaron en el balcón mientras Pablo meció al niño.
—Eres fuerte. Lo supe siempre. Pero olvidé que ya no eras mi niña. Quise ser necesaria y solo fui un estorbo.
—FuisteCon el tiempo, aprendieron que el amor no necesita tronos, solo silencios compartidos bajo un mismo techo.