Mamá vive únicamente a través de mí y de mis hijos, imponiendo sus opiniones sin cesar…
Llevo diez años casada. Mi marido y yo somos una familia devota, criando a tres niños. Al contraer matrimonio, dejé atrás un pueblo cercano a Toledo donde vivía con mamá y mi abuela. Tras el fallecimiento de esta última, mamá quedó sola. Visitaba nuestra casa en Valencia, manteniéndose serena: trabajaba, seguía adelante. Pero hace unos años todo cambió. Su salud decayó —subidas de tensión, dolores articulares— y yo, presa del miedo, insistí en que se mudara cerca. Aceptó. Toda su vida había vivido con su madre, sin pareja, y no podía abandonarla. Le alquilamos un piso cerca de nuestra casa en las afueras, pagamos sus gastos e incluso le conseguimos un empleo para que no se sintiera desplazada.
En lugar de gratitud, recibí una carga que me ahoga día tras día. No solo se trasladó: devoró nuestra existencia. Antes, en sus visitas, todo era tolerable: jugaba con los nietos, ayudaba, se marchaba. Ahora se fundió en nosotros, en cada respiro. Su presencia me asfixia; su control obsesivo y sus consejos constantes son insoportables. Impone sus normas, ignorando nuestra fe y costumbres. No respeta límites, ni los míos ni los de los niños.
Todo lo que hago está mal: cómo educo, qué les doy de comer, qué palabras uso. Exige detalles de cada minuto: menús, paseos, conversaciones. Interroga a las cuidadoras, husmea como detective y luego me abruma con sus «sabias» lecciones. Nuestro vínculo se resquebraja, convertido en discusiones y tensiones. Llevo tanto tiempo así que he perdido mi serenidad: estallo en casa, dudo de mi capacidad como madre. Su sombra me persigue incluso cuando no está: oigo sus reproches, sus suspiros.
Intenté poner barreras, limitar sus visitas citando horarios escolares y compromisos. Inútil. Siempre encuentra cómo inmiscuirse. Desprecia a mi marido, como si él le robara el control total sobre nosotros, anhelando aquella vida suya con mi abuela, criándome sola. A veces me bombardea: «Soy una carga, me abandonas». Y me hundo: no sé cómo ser hija ejemplar sin perder mi esencia. Cada charla me deja exhausta, vacía.
Ella insiste en que exagero, que todo es amor sacrificial. Yo enloquezco. Quiero ser buena hija, pero su «cariño» me estrangula. Evitarla me desgarra el pecho, seguido de una culpa que pesa como losa. Tras cada llamada, me reconstruyo en silencio, fragmento a fragmento.
Ahora surge una esperanza: a mi esposo le ofrecen trabajar en Bruselas. Vislumbro una escapatoria, respirar al fin. Pero duele imaginarla aquí, envejeciendo sola. ¿Y si empeora? ¿Y si me necesita? La duda me tortura.
Pero seguir aquí me mata. Necesito distancia: otra ciudad, otro país donde ella solo visite, no se enrede en nuestras vidas como hiedra. Anhelo el día en que su sombra se desvanezca, pero el miedo y la obligación me encadenan. ¿Es justo marcharme? ¿Ocultar mi anhelo? ¿Seré culpable de su soledad? Me desgarro entre el deber y la libertad. Esta elección es un puñal en el alma… y no sé si tendré valor para clavarlo.