Hoy volví a recibir un mensaje de mamá. Me reprocha que no la ayude con mi hermano enfermo, pero hace cinco años, después del instituto, recogí mis cosas y me fui de casa.
Lucía estaba sentada en un banco del parque de Zaragoza, observando las hojas caer con el viento frío del otoño. Su teléfono vibró de nuevo—otro mensaje de su madre, Carmen: «Nos abandonaste, Lucía. A Adrián le va peor, y tú vives tu vida como si nada importara». Cada palabra era un golpe, pero Lucía no respondió. No podía. En su corazón peleaban la culpa, el enfado y el dolor, arrastrándola de vuelta a la casa de la que escapó. Con dieciocho años, tomó una decisión que partió su vida en dos. Ahora, con veintitrés, aún no sabía si había hecho lo correcto.
Lucía creció a la sombra de su hermano pequeño, Adrián. Tenía tres años cuando le diagnosticaron epilepsia severa. Desde entonces, su hogar se convirtió en una sala de hospital. Su madre, Carmen, se dedicó por completo a él: medicinas, doctores, pruebas sin fin. Su padre se fue, incapaz de soportar la presión, dejando a Carmen sola con dos hijos. Lucía, que entonces tenía siete, se volvió invisible. Su infancia se desvaneció entre cuidados. «Lucía, ayúdale a Adrián», «Lucía, no hagas ruido, no puede alterarse», «Lucía, espera, ahora no es momento». Aguantó, pero con los años sintió cómo sus sueños se alejaban.
En la adolescencia, Lucía aprendió a ser «cómoda». Cocinaba, limpiaba, cuidaba a Adrián mientras su madre corría de hospital en hospital. Sus amigos la invitaban a salir, pero siempre decía que no—en casa la necesitaban. Carmen le decía: «Eres mi apoyo, Lucía», pero esas palabras no la reconfortaban. Veía cómo su madre miraba a Adrián—con amor y desesperación—y entendía que nunca la miraría así a ella. No era una hija, sino una ayuda, alguien para aliviar la carga. En el fondo, quería a su hermano, pero ese amor estaba teñido de cansancio y resentimiento.
Al final del instituto, Lucía se sentía como una sombra. Sus compañeros hablaban de universidades, fiestas, planes… mientras ella solo pensaba en facturas y lágrimas. Un día, al llegar a casa, encontró a Carmen histérica: «Adrián necesita otro tratamiento, ¡y no hay dinero! Tienes que ayudar, Lucía, busca trabajo después de clase». Algo se rompió dentro de ella. Miró a su madre, a su hermano, a esas paredes que la ahogaban, y supo: si se quedaba, desaparecería para siempre. Le dolía, pero ya no podía ser quien esperaban.
Tras la graduación, Lucía empacó una mochila. Dejó una nota: «Mamá, os quiero, pero debo irme. Perdón». Con quinientos euros ahorrados en pequeños trabajos, compró un billete a Madrid. Esa noche, en el tren, lloró sintiéndose una traidora. Pero también notó algo nuevo en su pecho—esperanza. Quería vivir, estudiar, respirar sin mirar atrás. En Madrid, alquiló una habitación en una residencia, trabajó de camarera y se matriculó en la universidad. Por primera vez, se sintió persona, no una función.
Carmen no se lo perdonó. Los primeros meses la llamaba, gritaba, rogaba que volviera. «¡Eres egoísta! ¡Adrián sufre sin ti!». Su voz cortaba como un cuchillo. Lucía enviaba dinero cuando podía, pero no regresaría. Con el tiempo, las llamadas cesaron, pero cada mensaje estaba lleno de reproches. Sabía que Adrián lo pasaba mal, que su madre estaba agotada… pero ya no podía cargar con eso. Quería querer a su hermano como hermana, no como cuidadora. Aun así, cada mensaje la hacía preguntarse: «Si me hubiera quedado, ¿quién sería ahora?».
Ahora Lucía tiene su vida. Un trabajo, amigos, planes de máster. Pero el pasado no la suelta. Añora la sonrisa de Adrián en sus buenos días. Quiere a su madre, pero no perdona que le robaran su infancia. Carmen sigue escribiendo, y cada mensaje es un eco de la casa de la que escapó. No sabe si volverá, si se explicará, si habrá paz. Pero sabe esto: el día que el tren la llevó de Zaragoza, se salvó a sí misma. Y esa verdad, aunque amarga, le da fuerza para seguir.
A veces, elegirnos es lo más difícil. Pero necesario.