A veces pienso que mi madre no tiene un corazón, sino un mar infinito de paciencia. Hace cinco años, mi padre la traicionó de una manera tan cruel que aún hoy me cuesta hablar de ello con calma. ¿Y ella? Simplemente sonríe y dice: «Lo pasado, pasado está. Vino, se arrepintió, pidió perdón… Quiere volver, vivir juntos de nuevo…».
Pero mi hermano y yo estamos totalmente en contra. Porque lo recordamos todo. Y olvidar algo así sería como traicionarnos a nosotros mismos. Casi cuarenta años estuvieron juntos. Pasaron de vivir en una residencia universitaria a una gran casa en las afueras. Primero, una habitación diminuta, luego un piso de dos dormitorios, luego tres, hasta llegar a un lujoso apartamento de cuatro habitaciones y, finalmente, una casa en las afueras de Madrid. A mi padre le gustaba vivir bien. Coche nuevo cada dos años, reformas «como la gente decente», electrodomésticos de gama alta.
Y también le gustaba su secretaria. Literalmente, siempre estaba mirando debajo de su falda. Hasta que un día ella le dijo que esperaba un hijo. Era demasiado tarde para abortar. Y mi padre decidió: «La amo, voy a formar una nueva familia». Si solo se hubiera ido sin más, habría sido una cosa. Pero no. Empezó a repartirse las posesiones como si fuéramos extraños. Se preguntaba: «¿Me habré quedado corto?».
Yo ya estaba casada, vivía con mi marido aparte. Pero mi hermano seguía con mamá. Iba a recibir un piso para su boda, papá lo había prometido. Pero después del escándalo, solo quedaron promesas. No le regaló el piso. Se quedó con la casa, el garaje, el coche, y además vació el apartamento de todo lo que consideraba «suyo». Hasta dejó a mamá sin acceso a la cuenta bancaria, diciendo que el dinero ahora era para su «nueva» familia.
Tras eso, mi padre vino durante meses como si fuera a trabajar: unas veces por su taburete favorito, otras por un juego de copas. Y solo cuando mi hermano cambió la cerradura, se acabó. Entonces decidimos vender el piso para que mi hermano y su mujer tuvieran un hogar propio. No invitamos a mi padre a la boda, y él no insistió. Después de que se fuera, la situación económica empeoró, pero salimos adelante.
Mamá volvió a su antiguo trabajo, una experta financiera como ella fue bien recibida. Mi hermano y yo también nos esforzamos, y poco a poco todo se normalizó. En cambio, a mi padre no le fue tan bien. La salud le falló, y su joven esposa, de quien tanto confiaba, lo echó de casa. Esta vez ni siquiera repartió nada: le dejó la casa a ella, se quedó solo con el coche y se mudó a un hotel.
Y entonces empezó… Llamadas a mamá, conversaciones lacrimógenas: «Perdóname, fui un idiota… Volvamos a estar juntos…». ¿Y saben qué? ¡Ella le hizo caso! Vino donde mi hermano y yo y nos dijo: «Vuestro padre quiere hacer las paces… ¿No creéis que deberíamos darle otra oportunidad?».
Casi nos quedamos sin habla. Le dijimos claramente: si lo aceptas, dejaremos de venir a esta casa. Te queremos, siempre estaremos ahí para ti, pero volver con un traidor no es perdón, es faltarte al respeto a ti misma.
Y no queremos volver a hablar de «papá». Porque quien abandona a su familia por una felicidad falsa, no merece volver a llamarse padre.
Hoy he aprendido que el perdón no debe ser ingenuo. Hay traiciones que, aunque se perdonen, no merecen una segunda oportunidad. El respeto propio es lo primero.







