Oye, te tengo que contar algo que me pasó. Mi madre le dio mi piso a mi hermano. Sin preguntarme. Porque él “no puede vivir en la calle con un niño, ¿no?”
Cuando murió mi abuela, una parte de mí murió con ella. No era solo una señora mayor, era el último hilo que me unía a mi padre. Ella me crió, me sostenía la mano cuando tenía miedo, me hacía pasteles cuando suspendía exámenes y me llamaba cada semana solo para decirme: “Mi niña, rezo por ti”.
Después de que mi padre muriera, mi madre encontró rápidamente a otro hombre. Y así apareció Pablo, mi medio hermano. Nunca tuvimos peleas, pero tampoco éramos cercanos. Somos de mundos distintos, de historias diferentes. Él es el favorito de mi madre, su proyecto, su razón de ser. Yo, en cambio, era un recordatorio de su pasado, de su anterior matrimonio. Vivíamos bajo el mismo techo, pero cada uno a lo suyo.
Mi abuela, aunque era la ex-suegra de mi madre, seguía hablando con ella. La ayudaba, la apoyaba. Pero todo su cariño y su corazón eran para mí. Y a mí me dejó en herencia su apartamento de una habitación en el centro de Madrid. Fue una decisión clara y pensada. Lo hablamos muchas veces. Me decía:
“Lucía, sé lo difícil que lo tienes. Estudias, luchas por salir adelante. Que al menos tengas un refugio.”
Me fui a otra ciudad para estudiar, luego hice el máster. Solo me faltaba un año. Mi abuela seguía cada logro con orgullo, me llamaba, preguntaba. El día antes de morir hablamos por teléfono. Sonaba bien, animada. A la mañana siguiente, se fue. Un infarto.
Me destrozó. No pude volver enseguida, llegué tres meses después. Solo quería entrar en su piso, estar ahí, llorar, recordar, sentarme junto a la ventana con un té como hacíamos juntas. Pero cuando abrí la puerta con mi llave, vi gente extraña, olía a pintura, ruido de obras. Habían empezado a reformar.
“¿Y tú quién eres?”, pregunté confundida.
“Estamos trabajando. Nos llamó Pablo. Van a hacer una habitación para el bebé. Pronto tendrán familia.”
Me quedé quieta, en silencio. ¿Pablo? ¿Mi hermano?
Llamé a mi madre. Y ella, como si ya lo tuviera pensado:
“Sí, le di las llaves. Lucía, van a tener un niño y no tienen dónde vivir. Tú ni mencionabas el piso, no preguntabas… Pensamos que no te importaba. Que vivan ahí unos cinco años, luego ya ahorrarán para algo suyo…”
No podía creerlo. ¿Esto era una broma?
“Mamá, el piso es mío. Por testamento. No es “pensamos”, no es vuestra decisión.”
“¿Y ahora qué, te pones así? Es tu hermano, siempre dijiste que él no tiene la culpa de nada. ¿Qué, los vas a echar a la calle?”
Así, sin más. Sin avisar. Sin respeto. Simplemente decidieron: “No hablabas de ello, así que no lo quieres”. Yo no hablaba porque estaba estudiando, viviendo, sufriendo. Y ellos… disponiendo de algo que ni siquiera les concernía.
No, no culpo a Pablo. Él siempre hace lo que dice mamá. Un niño de mamá. Pero ella… Ella, que sabía lo apegada que estaba a mi abuela, lo mucho que estudiaba, lo ajustado que vivía con alquileres caros… Me borró de un plumazo.
Ahora no sé qué hacer. Sí, da pena dejar a mi hermano sin casa. Tiene familia, un bebé. Y yo vivo en otra ciudad, no sé si volveré. Pero tampoco puedo perdonar. Si pudiera vender el piso, me compraría algo aquí donde vivo. O al menos lo alquilaría para cubrir mis gastos. Ahora pago cada mes a otros mientras en mi casa ponen papel pintado sin mi permiso.
Estoy enfadada. No por codicia. Porque me quitaron un derecho. A la memoria. A decidir. A lo que es mío por justicia. Pensaba que la familia estaba para apoyarte. Pero hoy entendí: a veces la traición viene de los más cercanos. Justo de quienes deberían protegerte.






