Madre, ¿en qué pensabas al entregar la casa?

Hoy he vuelto a hablar con mamá por teléfono, y mi corazón se encoge de rabia e impotencia. Sentada en la cocina, miraba por la ventana el patio cubierto de nieve y luchaba por contener las lágrimas. «Mamá, ¿en qué estabas pensando cuando le diste la mitad de la casa a tía Lola? ¡Y ahora hasta quiere mudarse a nuestra parte! No puedo más con esto», solté sin poder evitarlo. Al otro lado del teléfono, solo hubo silencio, mientras sentía un fuego ardiendo dentro de mí por tanta injusticia. Antes, su generosidad, de la que tanto presumía, me parecía admirable. Ahora veo las consecuencias de sus decisiones y no sé cómo lidiar con esto.

Todo empezó hace años, cuando mi madre, Carmen Ruiz, decidió tender la mano a su hermana pequeña, Dolores. Tía Lola pasaba por un mal momento: se había divorciado, estaba sin trabajo y sin hogar. Mamá, siempre la primera en ayudar, no lo dudó y le ofreció quedarse en nuestra casa. Era una casa antigua de dos plantas, heredada de la abuela. Mis padres vivían abajo y la planta superior estaba vacía. Parecía algo temporal, hasta que Lola se rehiciera. Pero en vez de buscar su propio sitio, se instaló para siempre. Y luego mamá hizo algo que aún hoy no entiendo: le dio la mitad de la casa en propiedad. «Es mi hermana, ¿cómo la voy a abandonar?», decía cuando yo intentaba razonar con ella.

Por entonces yo era joven, apenas empezaba mi vida adulta, y no me metí en esos asuntos. Pero recuerdo cómo mi padre, Antonio Martín, se opuso. Rezongaba diciendo que la casa era patrimonio familiar y que regalar parte de ella, aunque fuese a un pariente, no estaba bien. Mamá, sin embargo, se salió con la suya, escudándose en su bondad y su sentido del deber. Papá acabó cediendo, pero noté cómo le dolía. Y ahora, años después, soy yo quien carga con el peso de esa «bondad» que se ha vuelto en mi contra.

Ahora vivo en esa misma casa con mi marido, Javier, y nuestros dos hijos. Después de que papá falleciera, mamá se mudó a un piso en Madrid, y la casa quedó en mis manos. Pero la mitad que pertenece a tía Lola es un problema constante. Nunca buscó su propio hogar. Vive arriba, siempre quejándose y pidiendo dinero o favores. He intentado ser paciente— al fin y al cabo, es familia— pero hace poco cruzó el límite: exige vivir en nuestra planta porque su habitación «no tiene calefacción». Cuando me negué, me reprochó mi ingratitud, diciendo todo lo que ha hecho por nosotros. ¿Qué ha hecho? Lo único que veo es su incapacidad para valerse por sí misma.

Llamé a mamá, esperando su apoyo, pero solo recibí excusas. «Hija, Lola es familia, hay que ayudarla», dijo. Perdí los estribos: «¡Mamá, tú la acostumbraste a que todo se lo merece! ¿Por qué le regalaste la mitad de la casa? ¡Ahora cree que puede exigir lo que sea!». Ella balbuceó que no esperaba esto, que solo quiso ayudar, pero yo sé que está evadiendo su responsabilidad. Su bondad, de la que tanto presumía, ahora es una losa sobre mí.

No sé qué hacer. Por un lado, no quiero pelearme con tía Lola— es familia, y hasta me da pena— pero estoy harta de sus exigencias y de sentir que esta casa ya no es del todo nuestra. Javier también está enfadado, y con razón: él trabaja para mantenernos, y ahora está ella, actuando como si le debiéramos algo. Hemos hablado de vender la casa y mudarnos, pero es difícil— aquí crecí, aquí están los recuerdos de papá, de la abuela… Y mamá se opondría, aunque ni siquiera vive aquí.

A veces me pregunto: ¿y si mamá no hubiera regalado esa mitad? ¿Quizá tía Lola habría tenido que espabilarse? ¿O soy yo demasiado dura? Pero luego recuerdo cómo sin vergüenza pide quedarse en nuestro piso, y la rabia vuelve a brotar. No quiero que mis hijos crezcan entre peleas. Quiero que esta casa sea un refugio, no un campo de batalla.

Ayer hablé otra vez con mamá, intentando hacerla entender lo que siento. Prometió hablar con Lola, pero no confío en que cambie nada. Su bondad, que antes admiraba, ahora me parece ingenua. Amo a mi familia, pero necesito proteger mi hogar y mi paz. Tal vez tenga que poner límites claros, aunque cueste. O quizá encuentre la manera de perdonar a mamá y aceptar esto. Pero algo sé: ya no quiero ser prisionera de las decisiones de otros.

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