Me llamo Carmen, tengo diecisiete años y soy de Valencia. Guardé silencio demasiado tiempo, cargando todo en soledad, pero hoy necesito compartir mi historia. Quizás alguien se vea reflejado. Quizás alguien entienda el daño invisible. Ojalá al menos una madre reflexione antes de traicionar a su hija, como hizo la mía.
Mis padres se divorciaron cuando tenía diez años. Nunca fuimos una familia feliz —gritos, reproches, ese hielo entre ellos que notaba incluso sin comprenderlo—. Tras el divorcio, todo empeoró. Mamá y papá competían por demostrar quién me «aguantaba» mejor, no por amor, sino por obligación. Me pasaban de piso en piso como un fardo incómodo. En casa de papá vivíamos apretados, pero en paz. En la de mamá, el aire se volvía irrespirable año tras año.
El derrumbe final llegó con el nuevo novio de mamá: Javier. Treintañero, una década menor que ella, se instaló en nuestra casa actuando como dueño absoluto. Yo sobraba. Al principio fingía interés: «¿Cómo te va en el instituto, Carmen?». Pronto dejó la máscara. Criticaba que viviera con ellos, que mamá gastase euros en mí. «Tu padre es un irresponsable», escupía, «deberías buscarte la vida sola».
Manipulaba a mamá. Le sacaba dinero, le repetía que una hija adolescente era una cadena. Y ella… ella asentía. Ya no veía mis lágrimas nocturnas, mis pasos furtivos por la cocina para evitarles, mis horas encerrada en el baño buscando silencio.
La gota que colmó el vaso fue una discusión nocturna. Voces que hacían vibrar los cristales. Corrí a protegerla, temiendo que la golpeara. Todo salió al revés. Él me miró con rabia animal. «¡Basta! ¡No le grites!», le dije. Entonces sentí el impacto —un puñetazo brutal que me lanzó contra la esquina de la cómoda—. Visión borrosa. Un grito de mamá… luego, vacío.
Esperé que lo echara. Que me abrazara, llamara al médico, jurara que me quería. Busqué su mirada pidiendo auxilio. Ella solo susurró: «Tú lo has provocado». Una hora después, me ordenó mudarme con papá.
Hice la maleta en silencio. El corazón, arrancado. Sin llorar. Sin gritar. Me marché entendiendo que ya no tenía hogar.
Ahora vivo con papá. Se esfuerza, pero no hay complicidad. Ya no espero su llamada, sus disculpas… Aunque dentro de mí sigue latiendo esa niña que anhela oír: «Perdóname, hija». Nunca llegará. Ella eligió a un hombre. Al que golpeó a su sangre.
No le deseo mal. Sé que él la dejará —buscará alguien más joven, sumisa—. Quizás entonces me recuerde. Pero yo no seré la niña que perdona. La traición de una madre deja cicatrices eternas.
A todos los padres: no tengáis hijos si no podéis priorizarlos ante vuestros dramas. No elegimos nacer. Pero si nos traéis a este mundo… no nos falléis.
Mamá, si lees esto: sobreviví. Me reconstruí. Soy fuerte. Pero nunca volveré a llorar ante ti. Ya no eres mi madre. Solo la mujer que me parió.