Me llamo Valeria, tengo 17 años y soy de Valencia. Guardé silencio durante mucho tiempo, cargando todo en mi interior, pero hoy he decidido compartir mi historia. Quizá alguien se reconozca en estas palabras. Quizá alguien reflexione sobre sus actos. Y tal vez, solo tal vez, una madre piense dos veces antes de traicionar a su hija, como hizo la mía.
Mis padres se divorciaron cuando tenía diez años. No diré que antes éramos felices: los gritos, los reproches, ese hielo entre ellos que notaba incluso sin entenderlo todo. Pero tras el divorcio, todo empeoró. Mamá y papá competían por quién me «necesitaba» más, no por amor, sino por obligación. Me trasladaban de un piso a otro como una maleta olvidada. En casa de papá, en Sevilla, había poco espacio pero paz. En la de mamá, en Valencia, el aire se volvía irrespirable con los años.
El derrumbe final llegó cuando apareció Adrián. Tendría unos treinta, una década menos que mamá, y desde el primer día actuó como dueño de la casa. Yo era un estorbo. Al principio fingía interés: «¿Cómo te va en el instituto, Valeria?». Pronto dejó la máscara. Le molestaba que viviera allí. Que mamá gastara euros en mí. Decía sin pudor que papá era un irresponsable, que yo era una carga y que debía «aprender a valerme sola».
Manipulaba a mamá, le sacaba dinero, le repetía que una adolescente era un lastre para su «libertad». Y ella… ella escuchaba. Ya no veía mis lágrimas nocturnas. Mis pasos furtivos en la cocina para evitarles. Mis horas encerrada en el baño, anhelando silencio.
La gota que colmó el vaso fue la noche de su pelea. Los gritos hacían vibrar los cristales. Corrí para interponerme, temiendo que él la golpeara. Todo fue distinto. Adrián me miró con rabia pura. «¡Basta! ¡No le grites!», dije. Entonces sentí el golpe: un impacto seco que me tiró al suelo contra la cómoda. Todo se nubló. Solo recuerdo el grito de mamá… y luego, nada.
Creí que ella lo echaría. Que me abrazaría, llamaría a urgencias, juraría que me amaba. Busqué su mirada, suplicando auxilio. Pero susurró: «Lo has estropeado todo». Una hora después, me dijo que me mudara con papá.
Recogí mis cosas en silencio. El corazón, arrancado. No lloré. No grité. Me marché entendiendo que ya no tenía hogar.
Ahora vivo con papá. Se esfuerza, pero no tenemos la complicidad que anhelé con mamá. Ya no espero su llamada, sus disculpas… Aunque en mi interior sigo siendo la niña que sueña con oír: «Perdóname, hija». Pero no ocurrirá. Ella eligió a un hombre. Al que golpeó a su propia sangre.
No le deseo mal. Pero sé que Adrián se irá. Buscará a alguien más joven, sumisa. La dejará sola. Quizá entonces me recuerde. Pero yo no seré la que perdona. La traición de una madre es una herida que nunca cierra.
A todos los padres: no tengáis hijos si no podéis priorizarlos ante vuestros dramas. Nosotros no pedimos nacer. Pero si nos traéis a este mundo… no nos falléis.
Mamá, si lees esto… Sobreviví. Me reconstruí. Soy fuerte. Pero nunca volveré a llorar ante ti. Ya no eres mi madre. Solo la mujer que me dio la vida.