La maternidad es un regalo inmenso, pero también una gran prueba. Cuando nos convertimos en madres, lo damos todo sin reservas: salud, tiempo, juventud, sueños… Pero ninguna sabe cómo sus hijos le corresponderán algún día. ¿Estarán a su lado cuando llegue la vejez? ¿La rodearán de cuidados cuando las fuerzas flaqueen? O la dejarán… solo con recuerdos, fotos y un dolor que no calma ninguna medicina.
Carmen López de Molina vivió como una hormiguita trabajadora toda su vida. Callada y fuerte, crió a sus cuatro hijos sola después de que su marido falleciera en un accidente de coche. La menor ni siquiera había cumplido el año. Desde entonces, no hubo otro hombre en su vida. No porque no la pretendieran, sino porque su corazón ya estaba ocupado por sus niños. Ellos fueron su razón de ser.
Carmen se partió el lomo trabajando sin descanso: limpiaba suelos en la guardería, ayudaba en el mercado los fines de semana, hacía labores de punto por encargo. Todo por ellos. Nunca se compró nada para ella—llevaba las mismas botas invierno tras invierno, olvidándose de manicuras y teatros. Su vida entera giró en torno a que sus hijos estuvieran alimentados, vestidos y formados.
La mayor, Lucía, terminó Medicina y se marchó a Estados Unidos con una beca—primero el MIR, luego un contrato fijo. Allí se casó y tuvo gemelos. Ahora tiene su casa, su familia, su rutina. A Carmen le manda postales en Navidad y alguna foto por WhatsApp. Pero llama poco. Siempre está ocupada. Carmen lo entiende. Y en el fondo, se enorgullece.
Los dos chicos, Javier y Álvaro, viven en Barcelona. No está lejos, pero la distancia no es lo que importa. Llaman una vez al mes, no suelen visitar. Siempre tienen algo que hacer. Carmen se entera de sus vidas por los vecinos o por Instagram. No se queja. Solo se alegra de que les vaya bien.
La pequeña, Nuria, fue la que más tiempo vivió con ella. Después del instituto, la universidad… hasta que se enamoró de un chico de Valencia y se mudó allí—su abuela le dejó un piso. A Carmen le dolió la separación: Nuria había sido su compañera por tanto tiempo. Ahora es la que más llama, pero… entre líneas se nota: tiene prisa, se despide rápido, vuelve a su vida de adultos.
Carmen ya casi no sale de casa. El corazón le juega malas pasadas, se le hinchan los pies y la tensión baila. Apenas llega a la tienda de la esquina, cocina cosas sencillas. A veces los vecinos le traen la compra. Sobre todo ayuda su amiga de toda la vida, Rosario, que la acompaña al médico, le gestiona las recetas y llamó a urgencias cuando empeoró.
Sus hijos… están, pero no están. Carmen no les reprocha nada. Quizá ella los hizo así—independientes, distantes. Nunca les enseñó a pedir ayuda, porque ella jamás la necesitó.
Hace poco, Nuria sugirió llevársela a vivir con ellos, pero su marido puso pegas: falta de espacio, incomodidad, que para eso están las residencias. Un par de discusiones y el tema se cerró. Carmen ni siquiera insistió. No quería ser una carga.
Ahora sus días son todos iguales. Por la mañana, un rezo, la pastilla y un café con leche. Luego la tele en bajo, hacer ganchillo, regar las macetas. Y otra vez el silencio. De vez en cuando, la llamada de Rosario o la visita de la enfermera. Y cada noche, la misma esperanza: “Quizá mañana venga alguno. Tocarán el timbre, traerán un pastel, se sentarán aquí y me cogerán de la mano…”
A veces hojea el álbum de fotos antiguo. Ahí están ellos—pequeños, divertidos, adorados. Ahí está ella—joven, guapa, con los ojos brillantes. Ahí está la vida que entregó sin pedir nada a cambio.
Carmen no guarda rencor. No se lamenta. Solo repite:
“Los quiero a todos. Siempre los esperaré. Mientras este corazón lata, seguiré esperando.”
Y solo Dios sabe cuántos días le quedan de espera… o si alguna vez verá a sus cuatro hijos reunidos alrededor de su mesa.