Madre de cuatro hijos queda completamente sola en la vejez

La maternidad es un regalo enorme, pero también una enorme prueba. Cuando nos convertimos en madres, lo damos todo sin reservas: salud, tiempo, juventud, sueños… Pero ninguna sabe cómo sus hijos le corresponderán algún día. ¿Estarán ahí cuando llegue la vejez? ¿La cuidarán cuando las fuerzas flaqueen? ¿O la dejarán sola, con solo recuerdos, fotos y un dolor que ningún medicamento calma?

Isabel Martínez Sánchez pasó su vida como un torbellino. Trabajadora, callada, crió a sus cuatro hijos sola después de que su marido muriera en un accidente de coche. Ocurrió cuando la pequeña ni siquiera cumplía un año. Desde entonces, no hubo otro hombre en su vida. No por falta de oportunidades, sino porque su corazón ya estaba ocupado por sus hijos. Ellos eran su razón de vivir.

Isabel trabajaba sin descanso, aceptando cualquier empleo: limpiaba en una guardería, vendía en el mercado, hacía labores de punto por encargo. Todo por ellos. Para sí misma no compraba nada innecesario. Usaba las mismas botas invierno tras invierno, olvidándose de manicuras y teatros. Su vida entera giraba en torno a que sus hijos estuvieran alimentados, vestidos y educados.

La mayor, Lucía, terminó Medicina y se marchó a Estados Unidos con una beca. Primero fue el internado, luego un contrato fijo. Allí se casó, tuvo dos niños. Ahora tiene su casa, su familia, su vida. A Isabel le envía postales en Navidad y alguna foto por el móvil. Pero llama poco. Siempre está ocupada. Isabel lo entiende. En el fondo, se siente orgullosa.

Los dos hijos, Javier y Antonio, viven en Madrid. La ciudad no está lejos, pero la distancia no es el problema. Llaman una vez al mes, no visitan. Siempre tienen algo que hacer. Isabel se entera de cómo están por los vecinos o redes sociales. No se queja. Se alegra de que les vaya bien.

La pequeña, Rocío, vivió con ella mucho tiempo. Después del instituto, de la universidad, se casó y se mudó a otra ciudad porque el piso del marido era allí. Isabel sufrió mucho su marcha: Rocío había sido la que más tiempo estuvo a su lado. Ahora llama más seguido, pero… entre líneas se nota la prisa, las ganas de volver a su vida de adulta.

Hace tiempo que Isabel no sale de casa. El corazón le falla, las piernas se le hinchan, la presión sube y baja. Apenas llega a la tienda y cocina platos sencillos. A veces los vecinos le traen algo. Pero quien más ayuda es Carmen, su amiga de toda la vida. Es ella quien la lleva al médico, gestiona sus medicinas, llama a la ambulancia si empeora.

Los hijos… están ahí, pero es como si no existieran. Isabel no los culpa. Quizá ella los hizo así: independientes, distantes. No les enseñó a pedir ayuda porque siempre se las arregló sola.

Hace poco, Rocío sugirió llevársela a vivir con ellos, pero su marido se negó: que no había espacio, que era incómodo, que los mayores deberían estar en residencias. Palabra tras palabra, el tema se cerró. Isabel no insistió. No quiso ser una carga.

Ahora sus días son siempre iguales. Por la mañana, un rezo, las pastillas, una taza de café. Luego, la tele en voz baja, tejer, regar las plantas. Y otra vez, silencio. De vez en cuando, una llamada de Carmen o la visita de la enfermera. Y cada noche, la esperanza: “Quizá mañana venga alguno de mis hijos. Llamará a la puerta, traerá una tarta, se sentará a mi lado y me tomará la mano…”.

A veces hojea el álbum de fotos antiguo. Ahí están ellos. Pequeños, graciosos, adorados. Ahí está ella, joven, guapa, con los ojos llenos de luz. Ahí está la vida que entregó sin guardar nada para sí.

Isabel no se enfada. No se queja. Solo dice:

—Los quiero a todos. Siempre los esperaré. Mientras el corazón me lata, tendré esperanza.

Y solo Dios sabe cuántos días más le quedan para esperar… y si algún día volverá a ver a sus cuatro hijos sentados juntos a la misma mesa.

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