La maternidad es un regalo inmenso, pero también una dura prueba. Cuando nos convertimos en madres, lo damos todo sin reservas: salud, tiempo, juventud, sueños… Pero ninguna sabe cómo le corresponderán sus hijos algún día. ¿Estarán ahí cuando llegue la vejez? ¿La cuidarán cuando las fuerzas flaqueen? ¿O la dejarán sola, con solo recuerdos, fotos y un dolor que no calma ni la mejor medicina?
Isabel María Gutiérrez pasó la vida como un torbellino. Trabajadora y callada, crió a cuatro hijos sola después de que su marido muriera en un accidente de coche. Ocurrió cuando la pequeña aún no cumplía un año. Desde entonces, no hubo ningún hombre a su lado. No por falta de oportunidades, sino porque su corazón ya estaba ocupado por sus niños. Ellos fueron su razón de vivir.
Isabel trabajaba sin descanso, aceptaba cualquier chapuza: limpiaba suelos en la guardería, vendía en el mercadillo, tejía a domicilio. Todo por ellos. Nunca se compró nada para sí misma—llevaba las mismas botas invierno tras invierno, olvidada de manicuras y teatros. Su vida entera, dedicada a que sus hijos comieran, vistieran y estudiaran.
La mayor, Lucía, terminó Medicina y se fue a Alemania con una beca—primero la residencia, luego un contrato fijo. Allí se casó y tuvo dos niños. Ahora tiene su casa, su familia, su propia vida. A Isabel le manda postales en Navidad y alguna foto por WhatsApp. Pero llama poco. Siempre está ocupada. Isabel lo entiende. En el fondo, se siente orgullosa.
Los dos hijos, Carlos y Javier, viven en Valencia. La ciudad no está lejos, pero la distancia no tiene que ver con kilómetros. Llaman una vez al mes, no visitan nunca. Siempre hay algo que hacer. Isabel se entera de sus vidas por los vecinos o, a veces, por redes sociales. No se queja. Se alegra de que les vaya bien.
La pequeña, Marta, vivió con ella mucho tiempo. Después del instituto, la universidad, luego se casó y se mudó a otra ciudad—el piso de la abuela de su marido. A Isabel le dolió su partida—Marta había sido la última en quedarse. Es la que más llama, pero… entre sus palabras se nota: va con prisa, tiene cosas pendientes, su vida adulta reclama atención.
Isabel ya casi no sale de casa. El corazón le falla, las piernas se le hinchan, la presión sube y baja. Apenas llega a la tienda, cocina cosas sencillas. A veces, los vecinos le traen la compra. O la que más ayuda es su amiga de toda la vida, Carmen López—la que la acompaña al médico, gestiona sus pastillas, llama a urgencias cuando empeora.
Los hijos… están, pero es como si no estuvieran. Isabel no los culpa. Quizá ella los hizo así—independientes, distantes. No les enseñó a pedir ayuda, porque siempre salió adelante sola.
Hace poco, Marta sugirió llevársela a vivir con ella, pero su marido se negó en redondo: que era pequeño, incómodo, que para los mayores están las residencias. Y así, el tema se cerró. Isabel no insistió. No quería ser una carga.
Ahora sus días son iguales. Por la mañana—un rezo, la pastilla, una taza de café. Luego, la tele a media voz, tejer, regar las plantas. Y otra vez, silencio. De vez en cuando, una llamada de Carmen o la visita de la enfermera. Y cada noche—la esperanza. A lo mejor mañana viene alguno. Tocará a la puerta, traerá un pastel, se sentará a su lado, le cogerá la mano…
A veces hojea el álbum de fotos viejo. Ahí están sus hijos. Pequeños, risueños, queridos. Ahí está ella—joven, hermosa, con ojos llenos de luz. Ahí está la vida que entregó sin reservas.
Isabel no se enfada. No se queja. Solo dice:
—Los quiero a todos. Seguiré esperándolos. Mientras el corazón me lata, tendré esperanza.
Y solo Dios sabe cuántos días le quedan para seguir esperando… y si alguna vez volverá a ver a sus cuatro hijos reunidos en su mesa.