La maternidad es un regalo inmenso, pero también una gran prueba. Cuando nos convertimos en madres, lo damos todo sin reservas: salud, tiempo, juventud, sueños… Pero ninguna sabe cómo le corresponderán sus hijos. ¿Estarán ahí cuando llegue la vejez? ¿Les abrigará su cariño cuando las fuerzas flaqueen? ¿O quedarán solo recuerdos, fotos y un dolor que ningún remedio calma?
Isabel Martínez de la Fuente vivió como una hormiga, siempre trabajando. Callada y perseverante, crió sola a sus cuatro hijos después de que su marido falleciera en un accidente de coche. La menor, Laura, aún no cumplía un año. Desde entonces, no hubo otro hombre en su vida. No por falta de oportunidades, sino porque su corazón ya estaba lleno. Sus hijos fueron su propósito.
Trabajó sin descanso, aceptando cualquier empleo: limpiaba en una guardería, ayudaba en el mercado, tejía por encargo. Todo por ellos. Nunca se compró nada para sí misma—llevaba las mismas botas invierno tras invierno, olvidándose de manicuras y teatros. Su vida entera giró en torno a que sus hijos estuvieran alimentados, vestidos y formados.
La mayor, Lucía, se licenció en Medicina y se marchó a Estados Unidos con una beca—primero prácticas, luego un contrato fijo. Allí se casó y tuvo dos niños. Ahora tiene su hogar, su familia, su vida. A Isabel le envía postales en Navidad y alguna foto por el móvil. Llama poco. Siempre está ocupada. Isabel lo entiende. En el fondo, se enorgullece.
Los dos varones, Javier y Álvaro, viven en Barcelona. La ciudad no está lejos, pero la distancia no es lo que importa. Llaman una vez al mes; las visitas son raras. Siempre hay algo que hacer. Isabel se entera de sus vidas por los vecinos o las redes sociales. No se queja. Se alegra de que les vaya bien.
La pequeña, Laura, vivió con ella mucho tiempo. Tras el colegio y la universidad, se casó y se mudó a Valencia—el piso era herencia de la abuela de su marido. Isabel sufrió con la separación: Laura era la que más cerca había estado. Aún llama a menudo, pero… se nota en sus palabras: tiene prisa, debe volver a su vida adulta.
Isabel ya casi no sale de casa. El corazón le falla, las piernas se le hinchan, la presión sube y baja. Apenas llega a la tienda, cocina cosas sencillas. A veces los vecinos le traen la compra. O su amiga de siempre, Carmen López, que la acompaña al médico, gestiona sus medicinas o llama a la ambulancia cuando empeora.
Los hijos… están, pero es como si no estuvieran. Isabel no les culpa. Quizá ella los hizo así—independientes, distantes. Nunca les enseñó a pedir ayuda, porque ella jamás la necesitó.
Hace poco, Laura sugirió llevársela a vivir con ellos, pero su marido se opuso: «Aquí no cabemos, no es práctico, para los mayores están las residencias». La conversación terminó allí. Isabel no insistió. No quería ser una carga.
Ahora sus días son iguales. Por la mañana, un rezo, las pastillas, una taza de café. La tele en voz baja, tejer, regar las plantas. Y otra vez el silencio. De vez en cuando, una llamada de Carmen o la visita de la enfermera. Cada noche, la misma esperanza: «Quizá mañana venga alguno. Llamará a la puerta, traerá un pastel, se sentará a mi lado, me cogerá la mano…».
A veces abre el álbum de fotos. Ahí están sus niños—pequeños, risueños, amados. Ahí está ella, joven y hermosa, con los ojos llenos de luz. Ahí está la vida que entregó sin condiciones.
Isabel no guarda rencor. No se lamenta. Solo dice:
—Los quiero a todos. Seguiré esperándolos. Mientras mi corazón lata, habrá esperanza.
Y solo Dios sabe cuántos días le quedan por esperar… o si alguna vez volverá a ver a sus cuatro hijos reunidos alrededor de su mesa.