En la quietud del anochecer, Lucía llegó al pueblo. Al abrir la verja, distinguió a su madre sentada en el porche, las agujas de tejer danzando entre sus dedos.
—¡Lucita! —exclamó la mujer, levantándose con esfuerzo—. ¿Por qué no avisaste? ¡Hubiera preparado tu sopa favorita, la de acelgas!
Lucía clavó en ella una mirada intensa y de pronto soltó:
—Y tú, ¿por qué no me avisaste?
—¿Avisarte de qué? —repitió la madre, desconcertada.
Un día antes, Lucía planeaba un viaje largamente esperado con sus amigos. Junto a Pablo, su prometido, ya tenían las maletas listas. Pero una llamada de su hermana pequeña, Ana, lo cambió todo: su madre podía estar gravemente enferma. Sin dudarlo, canceló las vacaciones, compró los billetes y voló a casa.
—¿Quieres que vaya contigo? —preguntó Pablo, preocupado.
—No hace falta. Quédate. Escríbeme cuando puedas. Y… ya te echaré de menos —susurró ella.
Lucía era fuerte, contenida. Conocía demasiado bien el dolor de la traición y un matrimonio infeliz. Por eso no había contado a sus padres sobre Pablo. Quería estar segura: que esto fuera para siempre.
El viaje fue agónico. Dos transbordos, esperas interminables… y ese presentimiento opresivo. En dos años, apenas había vuelto al pueblo. Su trabajo la mantenía lejos, y cada regreso le dolía más en el pecho.
Su madre… no era su madre. Era su madrastra. Pero Lucía y Ana siempre la llamaron *mamá*. Porque no fue solo una mujer que llegó a sus vidas; fue quien sanó su familia.
Su verdadera madre los había abandonado: infidelidades, juergas, indiferencia. Su padre, tras intentar salvar el matrimonio, regresó de trabajar en Alemania y se llevó a las niñas consigo. Las crió solo, como pudo. Pero era difícil. La casa, dos niñas, la escuela, los gastos… todo cayó sobre sus hombros.
Hasta que apareció Rosario. Madre de tres hijos, maestra, atrapada en un matrimonio violento. Una noche, su hijo menor llegó llorando a casa de los vecinos: “Papá está gritándole a mamá”. El padre de Lucía intervino. Y días después, Rosario se mudó con ellos.
—¿Y si me caso con la tía Rosario? —preguntó a sus hijas.
Ana asintió al instante: “¡Genial!”. Lucía guardó silencio. No quería compartir a su padre. Pero todo cambió cuando cayó enferma. Rosario no se separó de su cama, velándola de noche, ofreciéndole sorbos de limonada al mediodía.
—¿Siempre vas a ser así? —susurró Lucía entonces.
—Quizá no pueda reemplazar a vuestra madre… pero jamás os haré daño —respondió Rosario.
Desde esa mañana, Lucía la aceptó. No como madrastra, ni como una extraña. Como su *mamá*.
Ahora, años después, regresaba con el corazón en un puño.
—¿Por qué no me dijiste que estabas enferma? —preguntó Lucía, conteniendo las lágrimas al ver el rostro cansado de Rosario.
—Mañana sabremos… —respondió ella en voz baja—. Pero hoy, Lucita, estás en casa. Eso es felicidad.
La familia se reunió en la mesa como en una fiesta. Todos escondían la preocupación. Ana, ya licenciada, trabajaba en un colegio. Javier ayudaba a su padre en el aserradero. Sergio se preparaba para Derecho. Sonia, la pequeña, soñaba con ser actriz.
Y Rosario… criaba cabras, aprendía a tejer y bromeaba:
—Ya tengo tres conjuntos de ropita para los nietos. ¡A ver cuándo llegan!
Bajo la luz tenue de la cocina, Lucía se sentó junto a su madre. La abrazó, le acarició las manos.
—Mañana será mejor. Lo presiento —dijo.
—Con lo ocupados que estáis… dudo que llegue a conocer a mis nietos —suspiró Rosario.
—Pues te equivocas. —Lucía sacó el móvil y mostró una foto con Pablo—. Esta es él. Pablo.
—Qué guapo… Debe ser bueno —murmuró Rosario al leer su mensaje: *¿Cómo estás? ¿Quieres que vaya?*
Lucía sonrió. Sí, era el momento. Él era su futuro.
A la mañana siguiente, fueron al hospital. Los resultados fueron negativos. No había enfermedad. Rosario lloró de alivio y Lucía la estrechó con fuerza.
—No fue en vano. Todavía nos queda repartir ropita para los nietos.