Madre, ¿cómo pudiste hacer eso?

«Mamá, ¿cómo has podido hacer esto?»

Aún no puedo creer que esa conversación con mi madre realmente ocurriera. Marqué su número solo para saludarla, preguntarle cómo estaba, y de repente me vi envuelto en un drama familiar que lo cambió todo. «¿En serio, mamá? —casi grité por el teléfono—. Soy tu único hijo, tengo un hijo que crece, tu único nieto al que ni siquiera has visto, ¿y vas y le regalas tu piso a una desconocida? ¿Y luego me saludas como si nada? “Hola, hijo, hace tiempo que no llamas”.» Mi madre guardó silencio al otro lado de la línea, mientras yo sentía cómo la rabia y la incomprensión hervían dentro de mí. ¿Cómo había podido hacer algo así?

Me llamo Javier, tengo treinta y cinco años, y soy el único hijo de mi madre, Carmen López. Nunca tuvimos una relación fácil. De niño, ella trabajaba en dos empleos para sacarnos adelante, y le estaré siempre agradecido por eso. Pero su severidad y su costumbre de decidir todo sola abrieron un abismo entre nosotras. Cuando me casé con Lucía y tuvimos a nuestro hijo Hugo, esperé que mi madre se acercara a nuestra familia. Pero nunca vino a conocer a su nieto, siempre con excusas: el trabajo, la salud. Intenté no presionarla: llamaba cada mes, mandaba fotos de Hugo, pero sus respuestas eran breves: «Me alegro, hijo». Y ahora descubro que ha firmado los papeles para regalarle su piso a una tal Sandra.

Todo empezó cuando mi tía, Marisa, la hermana de mi madre, me llamó para contármelo. Al principio, pensé que era un error, ¿pero cómo iba a equivocarse en algo así? No, era cierto: Carmen había cedido el piso a una mujer que, según ella, «la ayudaba en casa». Me quedé helado. Mi madre vive en un pueblo en las afueras de Madrid, en un modesto piso de dos habitaciones que compró con mi padre hace años. No era solo un inmueble: era mi infancia, nuestra historia. ¿Y ahora pertenecía a una extraña?

Llamé a mi madre de inmediato. Respondió tranquila, como si nada pasara. «Sí, Javier, le he dado el piso a Sandra —dijo—. Es una buena chica, me trae la compra, me ayuda con la limpieza. Tú vives lejos, tienes tu vida.» No sabía qué decir. Claro, vivíamos a tres horas en coche, pero siempre le ofrecí ayuda: llamadas, dinero para una cuidadora, visitas. Ella siempre lo rechazaba: «No hace falta, yo puedo sola». ¿Y ahora me echaba en cara que estaba lejos, mientras Sandra se llevaba todo?

Le pregunté quién era esa mujer. Resultó ser una vecina que, desde hacía un par de años, iba a visitarla. «Es como una hija para mí», dijo mi madre. No me molestaba que tuviera ayuda, ¿pero regalarle un piso? Eso no eran unas flores o un detalle. «Mamá, soy tu hijo, Hugo es tu nieto —insistí—. Ni siquiera sabes cómo es, ¿y le das todo a una desconocida?» Ella solo suspiró: «Javier, tú no vienes, y Sandra está aquí. Es mi decisión.»

Sentí un nudo en el estómago. Sí, no iba cada mes: tenía facturas, un crédito del coche, la vida era dura. Pero creía que éramos familia, que ella pensaba en nuestro futuro. Hugo solo tiene cuatro años; soñaba con que ese piso fuera un apoyo para él algún día. Ahora todo era de Sandra, una mujer de la que ni sabía hasta hoy. «¿No temes que se esté aprovechando?», le pregunté. Mi madre fue tajante: «Sé lo que hago. Sandra es buena gente.»

Después de la llamada, no podía calmarme. Lucía, al verme alterado, sugirió ir a verla. Cogimos a Hugo y fuimos. Mi madre nos recibió con cariño, abrazó al niño, pero noté su tensión. Con el café, retomé el tema. «Mamá, explícame —dije—. Si necesitabas ayuda, podía venir más, contratar a alguien. ¿Pero el piso?» Me miró, cansada. «Javier, no quiero ser una carga. Sandra cuida de mí. Tú estás ocupado. Así no molestó a nadie.»

Esas palabras me dolieron más de lo que esperaba. ¿De verdad creía que sería una carga para nosotros? Intenté decirle que éramos su familia, que Hugo quería conocerla, que yo deseaba estar cerca. Pero ella negó con la cabeza. Entonces entendí: se sentía sola, y Sandra había llenado ese vacío. Duele admitirlo, pero tal vez, desde su lugar, tenía razón.

Volvimos a casa, y aún no sé qué hacer. Legalmente, no puedo hacer nada: ella firmó en plenas facultades. Pero no acepto que eligiera a una extraña antes que a nosotros. Decidí que llamaría más, que llevaría a Hugo a visitarla. Quizá con el tiempo entienda que somos su verdadera familia. Y Sandra… Ojalá solo quiera ayudarla. Pero esto me enseñó algo: no dejes que el tiempo se lleve a los que amas. La vida es demasiado corta para perderlos.

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MagistrUm
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