—¡Quiero hacer una prueba de ADN!
Javier se plantó en el marco de la puerta con gesto severo, dejando claro que iba en serio.
Carmen, que fregaba los platos, creyó al principio que el ruido del agua le había jugado una mala pasada. Secándose las manos, repitió:
—¿Qué has dicho?
—Que quiero hacerle la prueba de paternidad al niño.
—¿Para qué? —preguntó ella, conteniendo la respiración.
—Porque creo que el niño no es mío.
Vaya noticia. Su hijo Diego tenía ya cuatro años. Javier nunca había sido el padre del año, pero siempre lo trató con cariño: jugaban juntos, le compraba juguetes, incluso lo cuidaba algunas noches cuando Carmen salía. Jamás había insinuado dudas sobre su paternidad. ¿Y ahora esto? Se casaron hace seis años, y un año después ella quedó embarazada. Aquel año fueron felices, sin lugar a infidelidades.
—¿Puedo saber por qué piensas eso? —inquirió Carmen, cruzando los brazos.
Javier esbozó una sonrisa burlona.
—¡Ahí vas! Intentando convencerme. Si no tuvieras nada que ocultar, no te importaría.
Era absurdo. Su matrimonio no era de cuento, pero se respetaban y confiaban el uno en el otro. Hasta ahora.
—No quiero convencerte —respondió ella con calma—. Solo pregunto por qué, después de cuatro años, dudas.
—¡No se me parece en nada! —espetó él—. Yo soy rubio, y en mi familia todos son claros. ¡Él tiene el pelo oscuro y ojos marrones!
—¿Y yo? —replicó Carmen, señalándose—. Tengo el pelo castaño y ojos marrones. Diego es idéntico a mi padre, ¡tú mismo lo decías!
—No es cierto —mintió Javier, olvidando sus propios comentarios meses atrás—. En cambio, se parece a tu compañero… ¿a ese Marcos!
Carmen soltó una risa incrédula. Marcos era el repartidor de la tienda de muebles donde trabajaba antes del embarazo. Nada que ver con Diego.
—Javi, es ridículo. Sabes que nunca te he traicionado.
—¡Mi madre y mi hermana me advirtieron que negarías todo! ¡Haremos la prueba!
Ah, todo encajaba. La suegra de Carmen, al principio amable, pronto reveló su verdadero carácter: criticaba a Carmen a sus espaldas, llamándola torpe y fea. Tras un enfrentamiento, Carmen dejó de visitarla. La cuñada, igual de chismosa, culpaba a todos menos a sí misma.
—Ellas te han intoxicado —dijo Carmen, invitándolo a sentarse—. Esto podría destruir nuestra familia.
—Si no escondes nada, no hay problema —replicó él, evasivo.
—De acuerdo. Pero con una condición: si el niño es tuyo, te vas con tu madre y nos divorciamos.
—¿Por qué?
—Porque no viviré con alguien que desconfía sin motivo. Si prefieres creerlas a ellas, vete.
Javier dudó, pero al final insistió. Una semana después, llegaron los resultados. Carmen le mostró el móvil sin mirar.
—¡Diego es mío! —exclamó él, aliviado—. ¡Hay que celebrarlo!
—Sí —asintió ella, fría—. Celebra tu paternidad… y nuestro divorcio.
—¿Divorcio? ¡Fue solo una duda!
—Duda que insultó años de confianza. Adiós, Javi.
Aunque él suplicó perdón, Carmen mantuvo su decisión. Aquella tontería había revelado su verdadero carácter: débil, influenciable.
Meses después, al verlo partir, Carmen sintió lástima por la próxima mujer que se cruzara con él… y con su familia. La gente no cambia.