Luz más allá del horizonte
Cada mañana a las 6:48, Ana corría las cortinas. Ni un minuto antes, ni uno después. Justo a las 6:48, cuando los primeros rayos de sol asomaban entre los tejados de los bloques de Vallecas, se derramaban por el alféizar de su cocina diminuta, bailaban sobre el linóleo desgastado y rozaban el borde de su taza de café con leche. Aquella luz era como una señal muda que le susurraba: el día ha comenzado, a pesar de todo.
Al principio era solo una rutina. Luego, un salvavidas. Repetir ese gesto a la misma hora le impedía desmoronarse. Abrir las cortinas era como decirse: sigues aquí, sigues aguantando.
Tras el divorcio, su mundo se partió en dos. Los amigos desaparecieron, como si temieran rozar su dolor; su madre llamaba menos, ahogándose en silencios incómodos. El trabajo la absorbía—aceptaba cada encargo para ahuyentar el eco de sus pensamientos. Pero el silencio siempre volvía. Un silencio extraño, resonante, como un piso vacío después de una fiesta. Y en ese vacío, solo quedaba una constante: la ventana orientada al este.
Al otro lado del cristal vivía un hombre. Cada mañana, puntual, aparecía en el balcón de enfrente. Con una taza—quizá de café, quizá de té. Siempre con camiseta negra y descalzo, incluso en invierno. A veces fumaba un cigarrillo, como si en cada calada buscara una respuesta que no sabía formular. Otras veces miraba al horizonte, más allá de los edificios grises, como si el mundo no tuviera fin. Su balcón estaba un poco más abajo, al otro lado de la calle. Él no la veía. Pero ella sí a él. Y eso se convirtió en su secreto, su ancla. A las 6:48, ella abría las cortinas, él salía al balcón—y el universo no se desmoronaba. Alguien más mantenía ese frágil ritmo. Alguien más se levantaba, preparaba su café, miraba al cielo. Él era parte de su mañana, invisible pero necesario, como el aire.
Un mes después, empezó a preparar el desayuno distinto. Puso una segunda taza en la mesa, aunque nadie la usaría. Tostaba una rebanada de pan de más, como si alguien fuera a sentarse frente a ella. Primero fue sin pensar. Luego, con intención. Como si lo invitara—a través de las paredes, de la distancia, del silencio. Como si ese pequeño gesto pudiera calentar un poco su mañana.
Un día, no apareció.
6:48. El balcón vacío. 6:50. 6:55. Ana se quedó pegada al cristal, como si pudiera atravesarlo, cruzar la calle que los separaba. El piso estaba tan silencioso que oía el vapor enfriándose sobre la cafetera. Algo se quebró dentro de ella. Como si un mecanismo invisible, el que ordenaba sus días, se hubiera detenido. Como si el sol hubiera salido para todos menos para ella.
Lo esperó tres mañanas seguidas. Con la misma bata, la misma taza fría entre las manos. Cada vez que apartaba las cortinas, el corazón le latía fuerte—entre la esperanza y el miedo. Y cada vez, el vacío. El cristal helado. El viento jugando en el balcón deshabitado.
Regresó una semana después. La misma camiseta negra, la barba un poco más larga. Salió con su taza, como siempre. Sonrió—no a ella, sino al cielo madrileño. Pero Ana sintió esa sonrisa resonar dentro de sí. Como si el mundo, detenido un instante, volviera a respirar. No era un abismo, solo una pausa. Y aún podía ser.
Un mes después, se atrevió. Compró una postal blanca, sin adornos. Escribió tres palabras:
*”6:48. Gracias.”*
Sin firma. Solo esas letras, trazadas con bolígrafo negro. La dejó en el buzón de su portal, sin mirar atrás. No esperaba respuesta. No buscaba milagros. Solo soltaba lo que llevaba meses guardándose.
La respuesta llegó al día siguiente. A las 6:48. Él estaba en el balcón. Con dos tazas en las manos. Alzó una un poco, como en un brindis. Como diciendo: *”Lo he entendido.”* Como tendiéndole un hilo a través de la luz del alba.
Nunca hablaron. Nunca escribieron. Pero cada mañana, dos personas en dos ventanas. A cada lado de la calle. En un mismo instante. Como si entre ellos corriera un hilo invisible, sostenido por una mirada, por la puntualidad de ese momento.
Y a veces, eso basta. Saber que te ven. Que te esperan. Aunque sea en silencio. Como si fuera para siempre.