Cada mañana a las 6:48, Lucía descorre las cortinas. Ni un minuto antes, ni uno después. Justo cuando los primeros rayos de sol se cuelan sobre los tejados de los edificios de Valencia, iluminan el alféizar de su pequeña cocina, se derraman sobre el linóleo desgastado y rozan el borde de su taza de café. Esa luz es como una señal silenciosa que le susurra: el día ha comenzado, a pesar de todo.
Al principio era solo una rutina. Después, un salvavidas. Repetir el mismo gesto a la misma hora era su manera de no desmoronarse. Abrir las cortinas era como decirse: sigues aquí, resistiendo.
Tras el divorcio, su mundo se quebró. Los amigos desaparecieron, como si temieran rozar su dolor. Su madre llamaba cada vez menos, sin palabras para romper el silencio incómodo. El trabajo se convirtió en un refugio—aceptaba cualquier encargo con tal de no escuchar el eco de sus propios pensamientos. Pero el silencio siempre volvía, frío y resonante, como un piso vacío después de una fiesta. En medio de ese vacío, solo una cosa permanecía constante: la ventana que miraba al este.
Al otro lado del cristal había un hombre. Todas las mañanas, a la misma hora, aparecía en el balcón de enfrente. Con una taza—quizá de café, quizá de té. Siempre con una camiseta negra, descalzo, incluso en los días más fríos. A veces fumaba un cigarrillo, con calma, como si buscara una respuesta en el humo. Otras veces, miraba al horizonte, más allá de los bloques de edificios y el ruido de los coches, como si el mundo no tuviera fin. Su balcón estaba un poco más alto, al otro lado de la calle. Él no la veía. Pero ella sí lo veía. Y ese pequeño secreto se convirtió en su ancla, en la prueba de que el día seguía su curso.
Nunca se cruzaron. Nunca hablaron. Pero él era su punto fijo. A las 6:48, ella abría las cortinas, él salía al balcón—y el mundo no se desmoronaba. Alguien más mantenía ese frágil ritmo. Alguien más se levantaba, preparaba su café, miraba al cielo. Era parte de su mañana, invisible pero necesaria, como el aire.
Un mes después, empezó a poner una segunda taza en la mesa, aunque nadie la usara. Hacía un trozo de pan con tomate de más, como si alguien pudiera sentarse frente a ella. Al principio fue sin pensarlo. Luego, con intención. Como si lo estuviera invitando—a través de las paredes, de la distancia, del silencio. Como si ese pequeño gesto pudiera calentar su soledad.
Un día, no apareció.
6:48. El balcón vacío. 6:50. 6:55. Lucía permaneció con la palma pegada al cristal, como si pudiera alcanzarlo, cruzar el abismo entre sus ventanas. El piso estaba tan en silencio que oía el vapor enfriándose sobre la cafetera. Algo se quebró dentro de ella. Como si el mecanismo invisible que sostenía sus días se hubiera detenido. Como si el sol hubiera salido, pero la hubiera dejado en sombras.
Lo esperó tres mañanas seguidas. Con la misma bata desteñida, la misma taza fría entre las manos. Cada vez que apartaba las cortinas, sentía el corazón latir con fuerza—entre la esperanza y el miedo. Y cada vez, la misma ausencia. El cristal frío. El viento moviendo las persianas del balcón vacío.
Regresó al séptimo día. Con la misma camiseta negra, la barba un poco más larga. Salió como siempre, con su taza. Sonrió—no a ella, sino al cielo. Pero Lucía sintió esa sonrisa florecer dentro de sí. Como si el mundo, detenido un instante, volviera a respirar. No había sido un abismo, solo una pausa. Y todo seguía siendo posible.
Un mes más tarde, se decidió. Compró una postal blanca, sin dibujos. Escribió solo tres palabras:
«6:48. Gracias.»
Sin firma. Solo esas palabras, trazadas con cuidado. Dejó la postal en el buzón de su portal, sin mirar atrás. No esperaba respuesta. No buscaba un milagro. Solo soltaba lo que llevaba dentro, a través del papel, del silencio.
La respuesta llegó al día siguiente. A las 6:48. Él estaba en el balcón. Con dos tazas en las manos. Alzó una un poco más, como si brindara. Como diciendo: «Lo he entendido.» Como tendiéndole un hilo a través de la luz del amanecer.
Nunca hablaron. Nunca se escribieron. Pero cada mañana, en dos ventanas, dos personas. A cada lado de la calle. En un mismo instante. Como si entre ellos se hubiera tendido un hilo invisible, hecho de miradas, de precisión, de ese momento exacto.
Y a veces, eso basta. Para saber que te ven. Que te esperan. Aunque sea en silencio. Como si fuera para siempre.