**Luz de Hojalata**
Cuando Víctor regresó a su pueblo, perdido entre las colinas de Castilla, nadie supo por qué lo hizo. Ni él mismo podía explicarlo. La mañana estaba gris, con una llovizna fina que se absorbía al instante en el asfalto. Se levantó, preparó un té amargo, tomó su maltrecha mochila y metió dentro una vieja chaqueta de cuero que olía a humedad y sal, un mechero *Zippo* que Santi le había regalado años atrás y un billete de ida. Lo compró al azar, como si una mano invisible guiara sus dedos sobre la pantalla.
El pueblo lo recibió con el aroma de tierra mojada, hierro oxidado y las sombras cansadas de los bloques de pisos desconchados. Todo era casi igual que quince años atrás; solo que la pintura en las paredes se había desvanecido más, el óxido en las barandillas estaba más incrustado y los letreros de las tiendas titilaban con un neón mortecino, como si se estuvieran ahogando. Pero lo importante era que él había cambiado. O quizá volvía a ser quien era antes. Le costaba creerlo.
Se llamaba Víctor. La última vez que se marchó, lo hizo dando un portazo que hizo temblar los cristales; se llevó apenas unas pocas prendas y arrancó del álbum familiar una foto: su madre abrazándolo por los hombros mientras él, un adolescente de mirada hosca, miraba hacia otro lado, como si presintiera lo inevitable. Entonces creía que no solo abandonaba ese lugar, sino que se despojaba de una piel vieja, escapaba de una jaula para encontrar libertad, una vida nueva, algo auténtico.
Ahora ya no sentía libertad.
En la estación nadie lo esperaba. Ni siquiera lo había imaginado. El tren se detuvo, las puertas se abrieron con un chirrido fatigado, y la gente corría hacia sus familias, los taxis, sus asuntos. Él se quedó en el andén, apretando el asa de su mochila, observando el banco desconchado bajo el cartel de *Venta de billetes*. Todo le resultaba dolorosamente familiar, hasta el punto de sentirlo crujir en sus sienes.
Su madre había sufrido un derrame cerebral. Yacía en casa, casi inmóvil, solo sus ojos seguían las grietas del techo. Llamó un par de veces; su padre contestó, breve, sin palabras de más. Ahora tenía otra familia, niños pequeños que probablemente ni siquiera sabían de la existencia de Víctor.
Su hermana había desaparecido en Barcelona, dejando solo una postal con la silueta de la Sagrada Familia y una nota: *”Por aquí todo bien”*. Sin firma. La buscó, llamó, escribió, pero solo recibió silencio. Hasta que un día se rindió. Se cansó.
Alquiló una habitación en casa de la tía Carmen, la misma que antes le daba empanadas de carne, le ponía yodo en los codos raspados y le contaba cómo su marido había trabajado toda la vida en el aserradero hasta que un infarto lo mató. Su casa seguía igual: paredes descascarilladas, un manta vieja en el sofá, una funda hecha a mano para el televisor. La tía Carmen, encorvada, oliendo a hierbas y jabón barato, lo miró y negó con la cabeza.
—Qué, Viti, ¿otra vez por estos rincones? ¿No cuajaste por allí? —preguntó, sirviéndole más té en una taza agrietada.
Él se encogió de hombros. —Tenía que ser. Solo… tenía que ser.
Al cuarto día, fue a los almacenes abandonados.
Allí, a los dieciséis, él y Santi arreglaban un viejo *Seat Panda* que heredaron de su abuelo. Soñaban con convertirlo en un todoterreno y escapar al sur, al mar. Nunca llegaron. Ese año, a Santi lo encerraron: una pelea, una botella rota, una muerte. Los vecinos murmuraban: *”Qué mala suerte tuvo el chaval”*, pero Víctor sabía que la suerte fue suya por no ser él quien acabó entre rejas. Estuvo allí cuando ocurrió, pero huyó. Simplemente se dio la vuelta y se marchó.
Luego vinieron los estudios, el trabajo, una vida que parecía ropa prestada, que llevaba por no tener otra. Una existencia gris, sin brillo, como una película antigua que se ve hasta el final porque ya es tarde para apagarla. Y ahora estaba de vuelta, entre el hierro oxidado, el olor a aceite y los coches abandonados, como si regresara a unas raíces que debían haberse podrido hace tiempo.
Decían que a Santi lo habían soltado hacía poco. Se le podía encontrar en un taller destartalado a las afueras, arreglando *Seat Ibiza* viejos, tan desgastados como él mismo. Por las noches bebía, mirando por la ventana sucia, como si buscara en la oscuridad alguna sombra del pasado. Víctor no sabía qué decirle, pero fue. Tenía que hacerlo.
El taller lo recibió con el chirrido de metal, el crujir de las puertas oxidadas y el olor a gasolina incrustado en las paredes. Santi estaba en cuclillas junto a la rueda de un coche, ajustando una tuerca con una llave, concentrado. No levantó la cabeza de inmediato. Cuando lo hizo, su mirada fue larga, pesada, como si intentara encontrar en Víctor al chico que había sido.
—¿De dónde sales? ¿Te caíste de la luna?
—Casi. De Barcelona.
—Y qué tal por allí. Tu Barcelona.
—Ruido. Frío. Vacío.
Santi resopló y se levantó. Estaba más corpulento, con un tatuaje en el cuello y una cicatriz sobre la ceja, como si la vida lo hubiera marcado para no perderlo de vista.
—Te largaste sin mirar atrás.
—Me largué. No lo niego.
El silencio quedó flotando como el humo. Hasta que Santi suspiró:
—Bueno. Vamos, beberemos algo. Igual no encontramos la tuerca.
Bebieron té con brandy barato en latas viejas. Fuera, el crepúsculo se cerraba. Todo en calma, casi como en su infancia. Solo que entonces el futuro parecía estar por escribir.
—¿Por qué volviste? —preguntó Santi.
Víctor guardó silencio un momento antes de responder:
—A veces quieres regresar al sitio donde todo empezó a torcerse.
Santi lo miró, entrecerrando los ojos, como si lo viera por primera vez.
—Aquí todo está ya seco. No hay salida.
—Lo sé.
A la mañana siguiente, Víctor se levantó temprano. Fue a su antigua escuela. Las puertas estaban cerradas, las ventanas cubiertas de polvo, pero en una de ellas vio su reflejo: cansado, avejentado, ajeno. Apoyó la frente contra el cristal frío y cerró los ojos.
De vuelta, compró pintura. Azul oscuro. Y en la pared del almacén, bajo la tenue luz de una farola, escribió una palabra: **”FUE”**.
Luego sacó una navaja y recortó un pedazo de la chapa del techo, dándole forma de media luna imperfecta, como si arrancara un trozo del cielo nocturno de su memoria. Cuando la farola se encendió, la luz se coló por el hueco, bañando el interior con un brillo frío, de hojalata.
Ahora, de noche, allí había luz. Dura, rota, imperfecta. Pero viva, como un fragmento de la infancia perdida que de pronto resucitaba.
Se marchó tres días después. El vagón estaba sofocante, pero Víctor miró por la ventana y, por primera vez en años, sintió que respiraba. No solo con los pulmones. También con el corazón.