Luis, creo que… he atropellado a un gato…” — balbuceé angustiado al teléfono.

Lucía, creo he atropellado a un gato balbuceé en el teléfono con la voz quebrada.

¿Y? respondió Lucía sin inmutarse.

¿Cómo que «y»? ¿Qué hago?

Al menos baja del coche y comprueba si sigue vivo.

Tragué saliva. El patio estaba desierto, y el aire nocturno olía a humo y algo metálico, como el miedo mismo. Abrí la puerta lentamente, sin salir, y me incliné para mirar bajo el coche. Allí estaba: vivo. Una bolita gris temblorosa, con los ojos abiertos.

Vive, Lucía. Está vivo ¿Qué hago?

¿Qué va a ser? Llévalo a la clínica. Para eso estabas yendo. ¡Date prisa!

Lo levanté con cuidado. No se resistió, solo respiraba con dificultad. Lo coloqué en el asiento trasero, dentro de una caja de zapatos abandonada, y arranqué.

La clínica estaba a media hora. O eso solía ser. Pero ese día, los minutos se estiraron como una eternidad.

En el maletero ya viajaba otro pasajero: un perro viejo, atropellado por un tren. Los vecinos de la urbanización me rogaron que lo llevara. «Que lo duerman con dignidad, que no sufra más», dijeron. Era un callejero, nadie lo quería realmente, pero no pude decir que no.

Y ahora, este gato.

Conduje como un poseso, con un solo pensamiento martilleándome: «¿Qué clase de día es este? ¿Qué clase de vida?»

En la clínica, para mi sorpresa, no había cola. Entré corriendo con la caja, como si llevara a mi esposa de parto. La veterinaria, una mujer de mirada severa, lo examinó al instante.

¿Cómo está? ¿Se salvará? pregunté, agitado.

Hay que hacerle una radiografía dijo su asistente. No parece grave, pero hay que asegurarse.

Quince minutos. Una eternidad. Caminé en círculos, mirando al techo, los carteles de gatos británicos y Maine Coon

Y dentro de mí, algo se retorcía. No era solo preocupación. Era culpa. No lo vi. No debía ir tan rápido. Él, pequeño e indefenso, cruzó un segundo tarde. Yo, distraído, buscando el desvío a la clínica. Un instante. Un crujido de destino. Y ahí estaba, rogando en silencio: «Que viva. Déjame enmendarlo».

La veterinaria salió.

Necesita cirugía.

Entonces recordé: el perro seguía en el maletero.

Regresé al coche. Silencio. No gemía. No se movía. Abrí el maletero con un nudo en la garganta.

Dos ojos asustados me miraron desde la oscuridad. Estaba vivo.

Eh susurré. Ahora te atendemos.

Corrí de nuevo. La veterinaria, sin perder tiempo, agarró una bata y me siguió. Abrimos el maletero. Examinó al perro, luego a mí. Su mirada atravesó como un rayo X.

¿Se ha vuelto loco? ¿Quién dijo que había que dormirlo? Las patas traseras no sanarán, pero puede vivir. Hemos salvado casos peores. Tráigalo.

Asentí. No discutí. «Vivirá». Era suficiente.

Esa noche, entré como un huracán en casa. Lucía se volvió, sorprendida, de la cocina:

¿Qué te pasa, Javier?

Sin responder, saqué un libro viejo donde escondía ahorros. Un sueño. Una moto. Ya no importaba.

¡Javier! ¿Qué ocurre?

¡Vivirán! grité. ¡Los dos!

¿Quiénes? ¿Te has vuelto loco?

¡Luego te lo cuento!

Los adoptamos. El gato se llamó Nube. El perro, León. Superamos juntos las noches en vela, las infusiones, las rehabilitaciones.

Lucía solo dijo una cosa:

Si están con nosotros, lo arreglaremos.

Y lo hizo. Alimentó a Nube con ternura, arropó a León. Lloramos cuando Nube dio sus primeros pasos. Reímos cuando León corrió por el patio en su silla de ruedas.

Cinco años después. No son mascotas. Son familia.

Hoy, al llegar, el olor a bizcocho me recibió. Lucía me abrazó por detrás, fuerte. Y tembló.

¿Qué pasa? me giré.

Vamos a ser más susurró, llevándose las manos al vientre.

No lo entendí al principio. Hasta que lo entendí todo.

Tengo cuarenta. Ella, treinta y siete. Lo intentamos mucho tiempo. Casi nos rendimos. Casi. Hasta que una anciana en un mercado me dijo una vez:

Tendréis tres hijos. Dos, regalo de la vida. Uno, de Dios. Por vuestra bondad. Por vuestra paciencia. El camino será duro, pero la luz llegará.

Nube dormía enroscado junto a un peluche en el alféizar. León, ya viejo, se acercó arrastrando las patas y se apoyó en mi pierna con un suspiro.

Entonces no lo creí. Ahora, sí.

Porque una vez dijimos «sí» a la vida. Y la vida nos lo devolvió.

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Luis, creo que… he atropellado a un gato…” — balbuceé angustiado al teléfono.