Luisa tenía treinta años y pesaba ciento veinte kilos. Algo en su metabolismo fallaba, una enfermedad oculta que la aprisionaba. Vivía en el pueblecito abandonado de Villarejo, al rincón más recóndito de Castilla, donde el tiempo no marcaba las horas sino las estaciones. Los inviernos se congelaban, la primavera se fundía en charcos de barro, el verano se arrastraba en sopor y el otoño caía triste bajo la lluvia. En ese lento cauce se hundía la vida de Luisa, a quien todos llamaban simplemente Luisa.
Su existencia se sentía como un pantano del que no podía salir. Cada kilo era una muralla de carne, cansancio y silenciosa desesperanza. Sabía que la raíz del mal estaba dentro de ella, alguna rotura del cuerpo, pero acudir a los especialistas de la capital le parecía un sueño imposible: lejano, humillante y costoso.
Trabajaba como cuidadora en la guardería municipal «Campanita». Sus días olían a talco, a gachas hervidas y a suelos siempre húmedos. Sus manos, enormes y dulces, sabían calmar al niño que lloraba, alisar diez cunas y limpiar una gota sin que el pequeño sintiera culpa. Los niños la adoraban; buscaban su ternura y su calma. Pero la ligera alegría en los ojos de los pequeños era el único pago por la soledad que la aguardaba tras la puerta del jardín.
Luisa habitaba en un viejo bloque de ocho viviendas, herencia de la época de los años cincuenta. El edificio crujía bajo el viento y sus vigas gemían por la noche. Hace dos años su madre una mujer cansada, que enterró sus sueños entre las paredes de aquel edificio falleció. No recordaba a su padre; había desaparecido cuando ella era una niña, dejando sólo polvo y una foto amarillenta.
Su cotidianidad era dura. Agua fría que chorreaba por un grifo oxido, el único baño en la calle, una habitación que se convertía en caverna helada en invierno y en horno en verano. El auténtico tirano era la estufa: en invierno devoraba dos fardos de leña, chupando los últimos euros de su escasa paga. Las noches la pasaba mirando el fuego tras la puerta de hierro, como si la estufa no solo consumiera leña, sino también sus años, su fuerza, su futuro, convirtiéndolos en ceniza fría.
Una tarde, cuando la penumbra se colaba por la ventana y la habitación se llenó de una melancolía gris, llegó un milagro silencioso, tan sutil como el paso de las pantuflas de su vecina Nuria, la conserje del hospital. Nuria, una mujer de rostro surcado por arrugas de preocupación, entró con dos billetes crujientes en la mano.
Luisa, perdona, por el amor de Dios. Toma. Dos mil euros. No han llorado, créeme murmuró, introduciendo el dinero en la palma de Luisa.
Luisa quedó boquiabierta, como si aquel dinero, que había considerado perdido hace dos años, volviera a sus manos.
Anda, Nuria, no tienes que balbuceó.
¡Sí! interrumpió la vecina, con voz firme. Ahora tengo dinero. Escucha
Bajó la voz, como si revelara un secreto del estado, y comenzó a contar una historia increíble. Habló de cómo, en su pueblo, llegaron unos inmigrantes marroquíes. Uno de ellos, al cruzarse mientras barría la calle, le ofreció un trabajo extraño y bien pagado quince mil euros.
Necesitan ciudadanía, rápido. Van por nuestras zonas, buscan novias ficticias para casarse. Ayer firmé papeles. No sé cómo arreglan eso en el registro, pero el dinero entra rápido. Mi hermano, Rachid, está aquí para la boda, y se irá cuando oscurezca. Mi hija, Luz, también aceptó. Necesita un abrigo nuevo, que el invierno se acerca. ¿Y tú? Mira, la oportunidad está aquí. ¿Necesitas dinero? ¿Te casarán?
La frase sonó sin malicia, con una crudeza cotidiana. Luisa sintió el habitual dolor punzante bajo el corazón, pero en un instante comprendió que la vecina tenía razón. No había futuro de matrimonio para ella; no había pretendientes, ni podía haberlos. Su mundo se limitaba al jardín, al supermercado y a aquella habitación con la estufa voraz. Entonces, el dinero: quince mil euros, suficiente para leña, para pegar papelón nuevo y, tal vez, para echar a volar la melancolía de esas paredes descoloridas.
Vale dijo Luisa en voz baja. Acepto.
Al día siguiente Nuria presentó al «candidato». Cuando Luisa abrió la puerta, se estremeció y, sin pensarlo, se adentró en el vestíbulo para ocultar su figura robusta. Ante ella estaba un joven alto y delgado, con rostro todavía sin la dureza de la vida y unos ojos oscuros, profundos y tristes.
¡Dios mío, parece un niño! exclamó Luisa.
El joven se enderezó.
Tengo veintidós años dijo, con acento leve pero claro.
¡Qué bien! añadió Nuria. Él es quince años menor que tú, y la diferencia es de solo ocho años. ¡Un hombre en su mejor momento!
En el registro civil no quisieron oficializar el matrimonio de inmediato. La funcionaria, con traje estricto, los miró sospechosamente y anunció que la ley exigía un mes de espera para reflexionar.
Los marroquíes, con sus asuntos ya cerrados, se marcharon. Antes de partir, Rachid pidió a Luisa su número de teléfono.
Es triste estar solo en un pueblo extraño dijo, y en sus ojos Luisa vio la misma sensación de desamparo que ella conocía.
Empezó a llamar cada noche. Al principio las llamadas fueron breves y torpes; luego se alargaron. Rachid resultó ser un conversador sorprendente: hablaba de sus montañas, del sol que allí era distinto, de su madre a quien amaba con locura, de su llegada a España para ayudar a su familia. Preguntaba por la vida de Luisa, por su trabajo con los niños, y ella, para su asombro, narraba sin quejas, contando anécdotas divertidas del jardín, el aroma de la tierra primaveral, el crujido del viejo edificio. Se descubría riendo por teléfono, con una voz ligera, olvidándose del peso y de los años.
En ese mes conocieron más el uno del otro que muchos matrimonios en toda una vida.
Pasado el mes, Rachid volvió. Luisa, con su único vestido de fiesta, una tenue túnica plateada que apenas le quedaba, sintió una extraña mezcla de nerviosismo y emoción. Los testigos eran sus compatriotas, jóvenes serios y bien vestidos. La ceremonia fue rápida y sin sentimientos para el personal del registro, pero para Luisa fue un destello: el brillo de los anillos, las palabras oficiales, la sensación de irrealidad.
Al despedirse, Rachid entró en la habitación familiar y, como primera acción, le entregó un sobre con el dinero prometido. Luisa lo tomó, sintiendo el peso de la decisión en su mano, como el lastre de su desesperación y de su nueva vida. Luego sacó de su bolsillo una pequeña caja de terciopelo. Dentro, sobre un fondo negro, reposaba una delicada cadena de oro.
Esto es para ti susurró. Quise comprar un anillo, pero no sabía la talla. No quiero irme. Quiero que seas realmente mi esposa.
Luisa quedó paralizada, sin poder pronunciar palabra.
Este mes escuché tu alma por teléfono continuó él, con los ojos ardiendo en un fuego serio y adulto. Es buena, pura, como la de mi madre. Mi madre murió; fue la segunda esposa de mi padre y él la amó mucho. Yo te he amado, Lucía, de verdad. Déjame quedarme aquí, contigo.
No era un matrimonio ficticio. Era una propuesta de mano y corazón. Y Luisa, al ver esos ojos honestos y tristes, descubrió en ellos no compasión, sino lo que había dejado de soñar: respeto, gratitud y una ternura naciente.
Al día siguiente Rachid regresó a la capital, pero ahora la despedida era el inicio de una espera. Trabajaba allí con sus compatriotas, pero cada fin de semana volvía a Villarejo. Cuando Luisa supo que esperaba un hijo, Rachid dio un paso más: vendió parte de su empresa, compró una vieja furgoneta y volvió al pueblo para siempre. Se dedicó al transporte, llevando gente y mercancías al centro del distrito, y su negocio prosperó gracias al esfuerzo y a la honestidad.
Luego nació un hijo. Tres años después, otro. Dos niños morenos, con los ojos de su padre y la sonrisa de su madre. La casa se llenó de gritos, risas y el perfume de una vida familiar auténtica. Su marido, sobrio y devoto, no fumaba ni bebía por su fe, trabajaba incansablemente y la miraba con una ternura que hacía temblar a las vecinas. La diferencia de ocho años se desvaneció en ese amor, quedó invisible.
Lo más sorprendente fue el propio Luisa. Como si floreciera desde dentro. El embarazo, el matrimonio feliz y la responsabilidad de cuidar a su familia hicieron que su cuerpo renaciera. Los kilos de más se fueron derretiendo día a día, como una cáscara innecesaria que se desprende cuando el ave del futuro está lista para volar. No siguió dietas; la vida la llenó de movimiento, cuidados y alegría. Adelgazó, sus ojos brillaron y su paso se volvió firme y seguro.
A veces, al calor de la estufa que ahora Rachid aviva con mesura, Luisa observa a sus hijos jugar en la alfombra y siente la mirada cariñosa de su marido. Recuerda aquella noche extraña, los dos mil euros, la vecina Nuria y cómo el mayor milagro llegó sin relámpagos, sino con el golpe de una puerta que introdujo a un forastero de ojos tristes, quien le regaló no un matrimonio de apariencia, sino una vida nueva, real, plena.







