En una tranquila calle de Madrid, donde todos se conocían por su nombre de pila, solo un anciano llamado Don Vicente destacaba por su aislamiento. Casi no hablaba con nadie, apenas salía de su piso, y nadie sabía exactamente a qué se dedicaba ni cómo se ganaba la vida.
Pero una cosa tenían clara todos los vecinos: del interior de su casa salían ruidos muy extraños. A veces, un gruñido sordo, como si alguien estuviera arañando las paredes. Otras, un chillido que parecía humano pero no del todo. Las noches eran las peores: gemidos, ladridos agotadores que se repetían una y otra vez. A ratos, incluso sonaba como si alguien forcejease desesperadamente dentro.
Los vecinos aguantaron al principio. Luego empezaron a llamar a su puerta, a pedirle que bajara el volumen. Hasta le dejaron una nota:
*”Por favor, resuelva el tema del ruido. No podemos dormir.”*
Pero la respuesta fue el silencio. Don Vicente no siempre abría, y si salía, se limitaba a asentir, murmurar algo ininteligible y desaparecer tras la puerta otra vez.
Con el tiempo, la preocupación creció. Unos pensaban que se estaba volviendo loco. Otros sospechaban que había más gente dentro. Alguno incluso especuló con actividades ilegales. Pero la verdad, nadie la sabía.
Hasta que un día, todo cambió.
Durante casi una semana, nadie vio al anciano. Su puerta seguía cerrada, las persianas bajadas como siempre. Pero los ruidos no cesaron. Al contrario: se volvieron más intensos. Por las noches, se oían alaridos desesperados, rechinar de dientes, arañazos en el suelo, crujidos. Como si algo o alguien intentara escapar.
Al séptimo día, los vecinos no aguantaron más. Dos hombres subieron a su planta y llamaron con insistencia. Nadie respondió. Avisaron a la policía, que al final forzó la cerradura.
Cuando entraron en el piso, la sangre se heló en sus venas.
En la habitación, impregnada de un olor pesado y encerrado, yacía Don Vicente, muerto en la cama. Según el forense, llevaba así casi una semana. Pero eso no era lo peor.
En la casa había casi veinte perros: flacos, exhaustos, algunos medio muertos. Algunos deambulaban por las habitaciones, otros se habían quedado junto al cuerpo sin apartarse de él.
El suelo estaba lleno de marcas de zarpas, excrementos, muebles destrozados y señales de peleas entre los animales.
Al parecer, el anciano recogía perros abandonados, los escondía, los alimentaba y dormía con ellos. Eran sus únicos amigos. No se lo contó a nadie por miedo a que se los quitasen.
Durante siete días, esos perros estuvieron encerrados sin comida ni agua.
Los vecinos recordarían este suceso mucho tiempo después con la voz temblorosa. Y la casa quedó vacía, como si se negara a olvidar su terrible secreto.