En un barrio tranquilo donde todos se conocían por el nombre, un anciano llamado Vicente destacaba por ser diferente. Casi no hablaba con nadie, rara vez salía de su piso, y nadie sabía exactamente qué hacía o cómo se ganaba la vida. Pero una cosa tenían clara todos los vecinos: ruidos extraños salían constantemente de su casa. A veces un gruñido sordo, como si alguien arañara las paredes. Otras, un grito que sonaba casi humano pero no del todo. Las noches eran lo peor: gemidos, ladridos agotadores que se repetían día tras día. Hubo momentos en que parecía que alguien luchaba desesperadamente dentro.
Los vecinos aguantaron al principio. Después, empezaron a llamar a su puerta, pidiendo que el ruido cesara. Hasta dejaron una nota: *”Por favor, solucione el problema. No podemos dormir.”* Pero la respuesta fue el silencio. Vicente no siempre abría, y si salía, solo asentía, murmuraba algo incomprensible y se encerraba de nuevo.
Con el tiempo, la preocupación creció. Unos pensaban que se estaba volviendo loco. Otros creían que había más gente viviendo con él. Incluso hubo quien sospechó de actividades ilegales. Pero nadie sabía la verdad.
Hasta que un día, todo cambió.
Durante casi una semana, nadie vio al anciano. Su puerta seguía cerrada, las persianas bajadas como siempre. Pero los ruidos no pararon. Al contrario, se volvieron más intensos. Por las noches se escuchaban alaridos desgarradores, rechinar de dientes, arañazos en el suelo como si algo o alguien intentara escapar.
El séptimo día, los vecinos no aguantaron más. Dos hombres subieron a su planta y llamaron con insistencia. Nadie respondió. Avisaron a la policía, que finalmente forzó la cerradura.
Al entrar, la sangre se heló en sus venas.
El piso apestaba a encierro y humedad. Vicente yacía muerto en la camallevaba así una semana, según el forense. Pero eso no era lo peor.
En la casa había casi veinte perrosflacos, agotados, algunos medio muertos. Algunos vagaban por las habitaciones; otros se quedaban junto al cuerpo, sin separarse de él. El suelo estaba lleno de marcas de zarpas, excrementos, muebles destrozados y señales de peleas entre los animales.
Al final, se supo la verdad: el anciano recogía perros abandonadoslos escondía, los alimentaba, dormía con ellos. Eran sus únicos amigos. No se lo había contado a nadie por miedo a que se los quitaran.
Durante siete días, esos perros estuvieron encerrados sin comida ni agua.
Los vecinos nunca olvidaron aquel caso, y lo contaban con la voz temblorosa. La casa quedó vacía después, como si se negara a olvidar su terrible secreto.