—¡Crié a los hijos, y en cuanto se jubiló, se escapó de mí, ¿te lo imaginas? —se quejaba el hombre canoso con sombrero a su compañero de ajedrez.
El otoño apenas comenzaba a esparcir sus hojas doradas en el patio. El día era espléndido, y se respiraba con libertad.
Era costumbre que en verano los jubilados pasaran las tardes en el parque cerca de su edificio. Encontraron un rincón con tres bancos cercanos y allí se reunían cada tarde, cuando el calor amainaba. Con la llegada del frío, la buena costumbre no desapareció. Los hombres canosos seguían saliendo a sentarse frente al edificio.
—¿Seguro que se escapó? ¿No serás tú el culpable? —sonrió el contrincante de ajedrez—. De un buen hombre no huyen.
Ramón, que años atrás había pasado por lo mismo, entendía dónde podía estar la raíz de aquella huida.
El hombre del sombrero alzó su mirada gris, del mismo color que su cabello, y esbozó una sonrisa.
—Jaque mate, Ramón. Y en cuanto a mi mujer… ¡lo hizo para fastidiarme! Sabe que no puedo sin ella, y se fue para que lo sintiera. Antes de irse, me dijo:
—¡Estoy harta, Arturo, de servirte! No eres capaz de nada sin mí, así que me voy para que entiendas cómo se siente.
Ni siquiera me dijo adónde.
—¿Y qué tal llevas eso, Arturo? —preguntó Ramón, recordando su propia experiencia.
—Mal… Mejor dicho, triste. El primer día, de pura alegría, hasta pensé en celebrarlo. Compré una botella de blanco… La metí en la nevera, pero al final no la abrí. Nadie me regaña, nadie me dice que no puedo. No hay ruido a mi alrededor… y de repente, ya no tenía ganas. Una melancolía brutal me invadió.
Ramón soltó una carcajada. Entendía a Arturo. Lo había vivido. Exactamente como él lo describía.
Arturo se quedó pensativo, observando el tablero.
Los hombres que los rodeaban miraban la escena con nerviosismo, o quizás con compasión. Ninguno quería quedarse solo a esa edad.
Aunque hubiera momentos difíciles en el día a día, la otra mitad estaba ahí para equilibrar la balanza.
—Llámala, dile que has entendido, que te arrepientes —sugirió uno más joven.
Arturo agitó la mano.
—¡Qué va! ¿Quién sabe lo que quiere esa mujer?
—Yo, de pequeño, cuidaba cabras en el pueblo —intervino el vecino del quinto—. Si alguna se escapaba y no quería volver, la atraía con zanahorias. ¡Haz lo mismo! Todo se arreglará solo.
—¿Con qué la atraigo? —rió Arturo—. Lo tiene todo. Esto hay que hacerlo bien…
—Oye, ¿y si la llamo yo? Le digo que llevo cinco veces pasando por tu casa y que no abre nadie —propuso el vecino del rellano.
—¡Eso es! —exclamó Arturo, animándose—. Volverá en un vuelo, pensando que ha pasado algo. Y ahí estaré yo… ¡con flores, con un pastel!
Con eso, los hombres se dispersaron.
…Al día siguiente, como acordaron, el vecino del rellano, Antonio, llamó a la mujer de Arturo y le contó que hacía tiempo que no lo veía, que no abría la puerta.
«Algo ha pasado, ven rápido.»
Arturo, mientras tanto, no perdió el tiempo. Salió temprano, compró dulces, entró en una floristería y salió con tres claveles. Luego corrió a casa.
—Vaya carrera… estoy agotado —pensó Arturo.
Pero decidió que disculparse en pijama no era apropiado. Se cambió al traje gris que su mujer le compró para los funerales y preparó la mesa.
Lo tenía todo listo: el cava en la nevera, el pastel, el agua del hervidor burbujeando. Esperaba, sentado.
Hacía calor con el traje. Pero no podía quitárselo: tenía que recibir a Rosario con todas las de la ley.
Una y otra vez, se asomaba a la ventana. ¡No llegaba!
Finalmente, decidió recibirla con las flores. Tomó los claveles, pero uno se le partió, como para fastidiar.
Sacó la botella de blanco, se sirvió un trago para calmar los nervios.
Así pasó una hora, con las flores en las manos, hasta que el sueño lo fue venciendo. Decidió que oiría cuando su mujer entrara y se tumbó con cuidado en el sofá, para no arrugar el traje. Apretó las flores contra el pecho, para no buscarlas a última hora.
…Rosario llegó al anochecer. Venía de otra ciudad, cinco horas en tren desde la casa de su hermana, luego taxi.
Al llegar al portal, miró hacia su ventana: ¡no había luz!
Entró corriendo, el corazón en un puño. Abrió la puerta con sus llaves, despacio. Silencio.
—Dios mío, ¿le habrá pasado algo? —pensó.
Encendió la luz del pasillo y entró en la sala. Al ver el sofá, casi se desploma.
Allí estaba Arturo… con el traje… dos claveles mustios apretados en las manos.
Se arrodilló frente a él y bajó la cabeza. Luego, las lágrimas llegaron solas.
—¡Rosario! ¡Has vuelto! —Arturo le tendió las flores, sonriendo.
—¡Estás vivo! —gritó ella—. ¿De juerga, eh? ¡No se puede dejar solo ni una semana, qué hombre eres, Arturo!
Seguía regañando, pero él solo sonreía, sentado en el sofá.
—Qué bien… qué acogedor se siente otra vez la casa —pensó—. Volvió mi cabrita huidora. Al final, la atraje.
—¿Y ahora sonrisas? ¡Te voy a dar una lección!
—Ay, cómo te quiero, Rosario… tanto que no te soltaré nunca —dijo él, sereno.
Ella, ante esas palabras, dejó de reñir.
—En esta semana lo entendí todo… No me dejes, no me abandones. Haré lo que quieras.
—¿Y ya no te emborrachas?
—Ni lo intenté mientras no estabas. Solo bebí un poco hoy, para los nervios.
—Bueno… —Ella entró en la cocina y encendió la luz.
—Ay… oh… —se oía desde allí.
«Buena zanahoria —pensó Arturo—. Ahora habrá que sorprenderla cada día… para que Rosario no se escape nunca más.»






