Los tiempos siempre son iguales, las personas son diferentes.
—¡Tania, ¿es que no te queda ni un ápice de vergüenza?! —preguntó Olga a su hermana menor con la voz temblorosa.
—¡Olga, mira quién habla de vergüenza! No eres tú quien debería decir nada. Mamá y yo ya hemos pasado lo nuestro, ahora os toca a vosotros cuidarla. A ver si tú y Román aguantáis lo que es vivir con una persona mayor. ¡Nosotras ya hemos hecho bastante! —Tania casi gritó las últimas palabras antes de colgar el teléfono.
Olga escuchó el tono de llamada interrumpida. Permaneció en silencio unos segundos y luego murmuró:
—¡Descarada! Qué poca vergüenza…
…Olga y Tania eran hermanas de sangre. Sus padres, Gregorio Alejandrovich y Elena Nicolaevna, se casaron siendo estudiantes. Un año después de la boda, nació su primera hija: Olga. La joven familia vivía con lo justo, apenas les alcanzaba para lo esencial.
Años más tarde, Gregorio consiguió un piso de dos habitaciones gracias a la empresa donde trabajaba. La vida se hizo más fácil. Elena, además de dar clases en el conservatorio, empezó a dar lecciones privadas por las tardes y pronto comenzó a ganar un dinero extra. Cuando Olga cumplió diez años, llegó al mundo la pequeña Tania.
Los padres adoraban a su hija menor. Todos sus caprichos se cumplían al instante. Y Tania, astuta, pronto aprendió a manipular la situación a su favor.
—¡Mamá, otra vez! ¿Por qué siempre le das la razón a Tania? —protestó Olga en una ocasión.
—Olga, ¡que eres la mayor! ¡Debes ceder! —replicó su madre.
—¡Pero si el cuaderno es mío! ¡Ella ni siquiera sabe escribir bien!
—Lo quiero, mamá, lo quiero… —lloriqueaba Tania, y al minuto el objeto en cuestión ya estaba en sus manos.
Tania no quería aprender a leer, ni ir al logopeda. Solo quería que todo girase en torno a sus deseos. Si alguien se atrevía a llevarle la contraria, montaba un escándalo de proporciones épicas.
Cuando Olga cumplió dieciséis y Tania seis, la familia sufrió una tragedia. Gregorio falleció de un infarto en el trabajo. Todo el mundo lo lamentó: era joven, solo tenía cuarenta años, le quedaba toda una vida por delante. Pero el destino decidió otra cosa…
Elena quedó destrozada. Algo se quebró dentro de ella. Dejó de prestar atención a todo, incluso a su hija mayor. Todo su cariño y cuidados fueron para Tania, que se parecía mucho a su padre.
—Mamá, ¡mis vaqueros están rotos y a Tania no paras de comprarle vestidos nuevos! ¡Ya no caben en el armario! —se quejaba Olga.
—Olga, ¿otra vez protestando? Ya eres mayorcita. Pronto terminarás el instituto, irás a la universidad, te independizarás… Pero mírala a ella, pobrecita, ¡se quedó sin padre tan pequeña! Y él la adoraba… —decía Elena mientras se enjugaba una lágrima.
Olga terminó el instituto y se mudó a otra ciudad para estudiar.
—Pensé que echaría de menos que te fueras, pero ahora hasta me parece bien. ¡Quiero reformar la habitación de Tania para que parezca un cuarto de princesa! —anunció Elena con entusiasmo.
—¿O sea que vas a tirar mi sofá en cuanto me vaya? Yo pensaba volver los fines de semana… —respondió Olga, algo dolida.
—¡Claro que lo tiraré! ¡Es una antigüedad! Y puedes venir cuando quieras, dormirás conmigo o en la cocina. Tania necesita su propio espacio, tiene toda la etapa escolar por delante.
Olga se marchó en septiembre. Poco después, Elena comenzó la reforma.
—Olga, ¡deberías haberte ido en verano! Así habría terminado la reforma antes de que empezara el curso. Tania está impaciente por tener su habitación —le dijo Elena por teléfono.
—Mamá, no entiendo por qué haces esto. La habitación estaba bien. Ah, por cierto, necesito dinero para el evento de bienvenida de la universidad. ¿Me lo puedes enviar?
—Olga, si necesitas dinero, ¡búscate un trabajo! La reforma me ha costado un dineral, pedí un crédito. Y Tania ha crecido, necesita ropa nueva. ¡Los gastos no paran! Un día es el cine, otro un helado…
—Pero a ella sí que le compras todo —protestó Olga.
—Tú ya eres mayor. ¡Puedes valerte por ti misma! Yo trabajaba en la universidad y no me morí. Tania es solo una niña, además de haber perdido a su padre…
—¡Yo también lo perdí! —replicó Olga.
—Pero tú ya eras mayor. ¡Es hora de que seas independiente! —sentenció Elena.
Olga visitaba poco su casa. Los fines de semana trabajaba para mantenerse. Conoció a Román, se fueron a vivir juntos, se casaron y pidieron una hipoteca.
—Hija, me encantaría ayudarte con la hipoteca, pero ya sabes cómo están las cosas… —se lamentaba Elena.
—¿Cómo están, mamá?
—Pues… ¡Tania necesita clases particulares! ¡Son carísimas!
—Yo estudié sin clases particulares y salí bien —respondió Olga con calma.
—Los tiempos han cambiado. Además, Tania quiere estudiar Traducción y probablemente será en una privada. Así que tengo que ahorrar. Vosotros ya sois mayores, os las arreglaréis. ¡Y si no podéis, no os quejéis! Debisteis pensarlo antes de pedir la hipoteca —sentenció Elena.
Olga ya no discutía. Sabía que en la vida de su madre, Tania llevaba la voz cantante.
Poco después, Olga y Román tuvieron a su primer hijo.
—Mamá, ¿podrías venir a ayudarnos con Ilyushka aunque sea unos días? —preguntó Olga por teléfono.
—Olga, ¿cómo voy a ir? ¡Tania está preparando los exámenes finales! Necesita mi ayuda y, además, quiero cocinarle cosas ricas…
—Mamá, yo también pasé por eso, y justo cuando papá murió —recordó Olga.
—¡Eso fue hace años! Ahora quiero que a Tania le vaya mejor que a nadie —declaró Elena.
Tania estudió en una universidad privada mientras su madre ahorraba en todo. Los regalos para su nieto eran de lo más barato, con la excusa de que lo importante era el futuro de Tania, no “un trozo de plástico”.
Al graduarse, Tania se casó y se mudó con su marido y Elena. Dos años después, nació su hijo Nikita. La abuela lo adoraba. El niño lo tenía todo. Olga ya no intervenía en los asuntos familiares. Lo único en lo que coincidía con su madre era en que Nikita se parecía a Tania: igual de caprichoso y acostumbrado a que todos cediesen ante él.
—Mamá, ¿te has jubilado? —preguntó Olga un día por teléfono.
—Sí. Nikita empezó el colegio y hay que llevarlo y traerlo. Y además va a un liceo que no queda cerca.
—¡Pero está a veinticinco minutos en autobús! ¡Cuídate! ¿Para qué tanto esfuerzo? Si quieres, hablo con Tania…
—¡No, Olga! ¡Ni se te ocurra! Nikita es muy inteligente, en el colegio de aquí perdería el tiempo. ¡Yo lo llevaré al liceo!
Años después, Nikita creció. Tania y su marido compraron un piso en otro barrio y se preparaban para irse. Elena lo tomó muy mal. El estrés le provocó un infarto.
—Tania, o te llevas a mamá contigo o te quedas con ella. Necesitará cuidados —dijo Olga.
—¿—¡Olga, ¿estás loca?! ¿Cómo voy a llevármela a mi piso nuevo? ¡Hemos hecho una reforma de lujo y ha costado un dineral! —respondió Tania sin pestañear antes de colgar, dejando a su hermana con los mismos gusanos de siempre royéndole el corazón.