Querido diario,
Los hijos que crié ya han reservado, sin que lo sepan, una tumba para mí. Pero hay un secreto que aún les escapa y que quizá los duela.
Tenía cuarenta y cinco años cuando contraje matrimonio. La mujer con la que decidí compartir mi vida ya tenía tres hijos. Su anterior unión había sido un fracaso; quedó sin nada, salvo los niños y un par de viejas maletas. Yo disponía de una casa en la zona de Chamartín, pagada con los ahorros de años de trabajo. No vacilé ni un segundo: «Traed a los niños, quedad con mí. Formemos una familia».
Al principio no fue fácil. Cada pequeño tenía su carácter, sus costumbres, sus temores. El mayor discutía sin cesar, la segunda lloraba por cualquier nimiedad, y la menor no se alejaba de su madre ni un paso. Yo hacía lo que podía: reparaba sus juguetes, los llevaba al colegio, les compraba ropa cuando el sueldo lo permitía. Nunca los dividí entre mis y los de ella; para mí eran simplemente nuestros.
Entonces todo se vino abajo. Mi esposa cayó enferma y falleció. Me quedé solo con los tres niños, sin saber cómo ser padre cuando no lo era por sangre. Me decían: «Entrega a los sobrinos, no les debes nada». Pero no pude. Se habían acostumbrado a mí, yo a ellos. Los crié como su padre, con la única herramienta que tenía: el amor.
Los años pasaron. Crecieron, se mudaron, formaron sus propias familias. Al principio llamaban, venían de visita; después la frecuencia disminuyó, y ahora apenas aparecen, sólo en Navidad y, aun entonces, más por obligación que por deseo. Yo envejezco, enfermo, y hace poco descubrí, por casualidad, que ya han escogido mi sitio en el cementerio, como esperando mi partida.
Lo peor es que, a sus ojos, soy quizá sólo el viejo con casa. Les di techo, comida, cariño. No recibí gratitud ni un gesto sincero. Y sin embargo, hay algo que desconocen.
Cada mañana me visita la vecina del piso de enfrente, una mujer sencilla. A veces lleva pan recién horneado, otras veces una ración de su guiso. Pregunta cómo me siento, no por dinero ni por herencia, sino por bondad. Cuando tuve fiebre, llamó a una enfermera y se quedó a mi lado hasta que me dormí. Entonces comprendí que la cercanía no se mide en la sangre, sino en la humanidad.
Por eso he decidido que la casa donde crecieron los niños, todo lo que he acumulado y protegido, será para ella. No para quienes esperan mi muerte, sino para quien, al menos una vez al día, me ha preguntado: «¿Cómo se encuentra hoy?». Puede parecer una decisión dura, pero no siento culpa. Di a los hijos todo lo que pude; la gratitud no se exige, se percibe.
Ahora mi corazón está tranquilo. Sé que actúo con justicia. Que juzguen si lo desean, pero díganme ustedes: ¿Importa que en los papeles figure como hijo o hija si en los momentos difíciles no hay quien te apoye? ¿No es más cercano quien te tiende la mano cuando no puedes levantarte?
He tomado mi decisión. El legado lo dejaré no por la sangre, sino por la conciencia.
Así lo creo, y así lo sigo.







