Los hijos que crié ya han elegido para mí un lugar en el cementerio. Pero hay algo que ellos no saben: un secreto que podría herirles.

13 de noviembre de 2025

Hoy vuelvo a abrir la puerta del recuerdo y me doy cuenta de que los niños a los que he criado ya tienen reservado mi sitio bajo la tierra del cementerio. Hay, sin embargo, algo que desconocen: un secreto que quizá les cause disgusto.

Tenía cuarenta y cinco años cuando contraje matrimonio. La mujer con la que decidí compartir mi vida ya había engendrado a tres hijos. Su anterior unión fue un desastre; quedó sin nada, salvo los niños y un par de maletas gastadas. Yo disponía de una casa en las afueras de Madrid, adquirida con los ahorros de años de esfuerzo. No vacilé ni un segundo: «Traed a los niños, quedad con mí. Formaremos una familia».

Al principio no fue fácil. Cada uno de los tres tenía su carácter, sus manías y sus temores. El mayor discutía sin parar, la mediana sollozaba por cualquier cosa y el más pequeño no se separaba ni un paso de su madre. Yo hacía lo que podía: reparaba sus juguetes, los llevaba al colegio, les compraba ropa cuando el sueldo lo permitía. Nunca los dividí en «mis» y «tuyos». Para mí eran simplemente nuestros.

Y entonces todo se vino abajo. Mi esposa enfermó y se nos fue. Me quedé solo con tres niños, sin saber cómo ser padre cuando no lo era de sangre. Me decían: «Entregálos a sus familiares, no les debes nada». Pero no pude. Se habían acostumbrado a mí, yo a ellos. Los crié como mejor supe.

Los años pasaron. Crecieron, se mudaron, formaron sus propias familias. Al principio llamaban, venían de visita; luego la frecuencia disminuyó hasta quedar casi nula, salvo en fiestas, y aun entonces más por hábito que por cariño. Yo envejezco, me enfermo y, por casualidad, descubrí que ya habían decidido mi tumba, como esperando a que me marche.

Lo que duele más es que les di casa, cuidados, comida y amor, y en su memoria tal vez solo soy «el anciano con techo». No hay agradecimiento ni verdadera implicación.

Hay, sin embargo, algo que ignoran. Cada mañana aparece mi vecina, una mujer sencilla del barrio de Lavapiés. A veces trae pan recién horneado, otras veces un plato de su guiso. Me pregunta cómo me siento, sin buscar dinero ni herencia, solo por bondad. Cuando tuve fiebre, llamó a una enfermera y se quedó a mi lado hasta que me quedé dormido. Entonces comprendí: la cercanía no está en la sangre, sino en la humanidad.

Por eso he decidido que la casa donde crecieron los niños, todo lo que he acumulado y protegido, lo deje a ella. No a quienes esperan mi muerte, sino a quien al menos me ha preguntado: «¿Cómo se siente hoy?». Puede parecer cruel, pero no siento culpa. Les entregué a los hijos todo lo que pude; la gratitud no se demanda, solo se percibe.

Ahora el alma me está más ligera. Sé que actúo con acierto. Que juzguen, si quieren. Pero, decídme vosotros, ¿importa quién figura en el papel como «hijo» o «hija» si en el momento crítico no está a tu lado? ¿No es más valioso quien te tiende la mano cuando no puedes levantarte?

He tomado mi decisión. El legado lo dejo no por sangre, sino por conciencia.

¿Y vosotros, qué opináis? ¿A quién realmente merece nuestro amor, nuestro tiempo y lo que queda tras nosotros: a los hijos que se han alejado, o a quienes permanecen, aunque alguna vez fueron extraños?

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Los hijos que crié ya han elegido para mí un lugar en el cementerio. Pero hay algo que ellos no saben: un secreto que podría herirles.