El bosque se hundía en una noche cerrada. Junto a un viejo roble, con las raíces retorcidas como dedos huesudos, un anciano temblaba. Sus hijos, codiciosos y sin corazón, lo habían arrastrado hasta aquel lugar y lo abandonaron como a un saco viejo. Llevaban años contando los días, esperando que la muerte les entregara su herencia: la casa familiar en Toledo, las tierras de labranza y los ahorros guardados en maravedíes. Pero el viejo, testarudo como una mula, seguía respirando. Así que decidieron apresurar el destino.
El pobre hombre, sentado sobre la tierra húmeda, escuchaba el viento silbar entre los árboles. De pronto, un ruido heló su sangre: el aullido de un lobo. Sabía que no saldría de allí.
Santa Madre ¿así terminará todo? murmuró, juntando sus manos arrugadas.
Un crujido. Otro. Algo se movía entre la maleza. Intentó levantarse, pero sus piernas no respondieron. Entre las sombras, emergió una figura poderosa: un lobo gris, de ojos dorados como monedas al sol. El animal avanzó, mostrando sus colmillos.
«Ya viene», pensó el viejo, cerrando los ojos.
Pero el dolor nunca llegó. En su lugar, sintió un roce suave. El lobo se acercó, bajó la cabeza y emitió un gemido casi humano. Confundido, el anciano alargó una mano temblorosa y acarició el pelaje espeso. Entonces, lo recordó.
Años atrás, en esos mismos bosques, había liberado a un lobezno de una trampa de cazadores. El animal escapó sin mirar atrás pero no olvidó.
Ahora, la bestia se arrodilló ante él, invitándolo con un gesto. Con esfuerzo, el viejo se agarró a su cuello. El lobo lo cargó como si fuera un fardo precioso y lo llevó entre los árboles. Las sombras los vigilaban, pero ninguna se atrevió a acercarse.
Al amanecer, las primeras casas de un pueblo aparecieron. Los vecinos, al oír los aullidos, salieron corriendo. Lo que vieron los dejó mudos: el lobo depositaba con delicadeza al anciano en el umbral de la iglesia.
Bajo el techo sagrado, rodeado de caras bondadosas, el viejo lloró. No de miedo, sino de vergüenza. Porque aquella noche, una criatura salvaje le había enseñado más sobre humanidad que sus propios hijos.







