—¡Con los hijos ya criados, y en cuanto se jubiló, desapareció de mi lado! ¿Te lo imaginas? —se quejaba un hombre canoso con sombrero a su compañero de ajedrez.
El otoño acababa de empezar a esparcir sus hojas doradas en el patio. El día era espléndido, y se respiraba con libertad.
Era costumbre que, en verano, los jubilados pasaran las tardes en el parque cerca de su edificio. Habían encontrado un rincón con tres bancos cercanos y allí se reunían cada tarde, cuando el calor amainaba. Con la llegada del frío, la rutina seguía igual. Los hombres de cabellos plateados seguían saliendo a charlar en los bancos.
—¿Seguro que se fue ella? ¿O será culpa tuya? —bromeó su contrincante de ajedrez—. De un buen hombre no se huye.
Ramón, que años atrás había pasado por lo mismo, entendía perfectamente el origen de aquella huida.
El hombre del sombrero alzó la mirada hacia Ramón, con esos ojos del mismo tono gris que su cabello, y esbozó una sonrisa.
—Jaque mate, Ramón. En cuanto a mi mujer… ¡Fue pura maldad! Sabe que sin ella no sé vivir, así que lo hizo para que lo entendiera. Antes de irse, me soltó:
—«Estoy harta de servirte, Nicolás. No eres capaz de hacer nada solo, así que me voy. A ver si así lo entiendes».
Ni siquiera me dijo adónde iba…
—¿Y cómo te sientes ahora, Nicolás? —preguntó Ramón, recordando su propia experiencia.
—Mal… Mejor dicho, vacío. El primer día hasta pensé en celebrarlo. Compré una botella de vino blanco, la metí en la nevera… y al final ni la abrí.
No hay nadie que me regañe, que me diga «no bebas» o «no hagas ruido». Todo está en silencio. Y de pronto, ya no tenía ganas de nada. La tristeza me cayó encima.
Ramón se rió. Sabía exactamente cómo se sentía Nicolás. Lo había vivido igual.
Nicolás miró el tablero, pensativo. Los demás hombres que observaban la partida lo hacían con cierta tensión, tal vez con empatía. Ninguno quería quedarse solo a esa edad.
Aunque en el día a día hubiera discusiones, para eso estaba tu media naranja: para completarte.
—Llámala, dile que lo has entendido, que te arrepientes —sugirió uno de los más jóvenes.
Nicolás negó con la mano:
—¿Y cómo sé qué quiere escuchar?
—Cuando era pequeño, en el pueblo, cuidaba cabras —intervino el vecino del quinto—. Si alguna se escapaba y no quería volver, la atraía con un poco de zanahoria. Haz lo mismo. El resto se arreglará solo.
—¿Con qué la atraigo? —se rió Nicolás—. Ya lo tiene todo… No puedo equivocarme.
—¿Qué tal si la llamo yo y le digo que he pasado cinco veces por tu casa y no abres? —propuso el vecino del rellano.
—¡Ahí está! —exclamó Nicolás—. Volverá enseguida, pensando que me ha pasado algo. Y ahí estaré yo, con flores, un pastel…
Y con eso, los hombres se dispersaron.
…Al día siguiente, como acordaron, Vicente, el vecino del rellano, llamó a la mujer de Nicolás y le contó que hacía días que no lo veía y que no abría la puerta.
—Igual le ha pasado algo. Deberías venir.
Nicolás no perdió tiempo. Por la mañana, fue al mercado, compró dulces, luego a la floristería por tres claveles y corrió a casa.
—Menudo trajín… —pensó, agotado.
Pero decidió que pedir perdón en pantuflas no quedaba bien. Se puso su traje gris, el que su mujer le compró para los funerales, y preparó la mesa en la cocina.
Lo tenía todo listo: el cava en la nevera, el agua del hervidor caliente. Esperaba sentado.
El traje le daba calor, pero no se lo quitaría. Debía recibir a Rosario con elegancia.
No paraba de asomarse a la ventana. Pero ella no llegaba.
Finalmente, decidió recibirla con las flores. Cogió los claveles, aunque uno se le partió por el camino.
Para calmar los nervios, sacó el vino y se sirvió un poco.
Así pasó una hora, con los claveles en las manos, hasta que el sueño empezó a vencerlo.
Se tumbó en el sofá con cuidado, sin arrugar el traje. Apretó las flores contra el pecho para no perderlas.
…Rosario llegó al anochecer. Había viajado desde otra ciudad, cinco horas en tren y luego en taxi.
Al acercarse al edificio, vio que las luces de su piso estaban apagadas. Se sobresaltó y corrió hacia la entrada.
Al abrir la puerta con sus llaves, todo estaba en silencio. No se oía a Nicolás.
—Dios mío, ¿le habrá pasado algo? —pensó.
Encendió la luz del pasillo y entró al salón.
Al ver el sofá, casi se desplomó.
Allí estaba Nicolás… con su traje… dos claveles mustios en las manos…
Cayó de rodillas junto a él y se quedó inmóvil, hasta que las lágrimas brotaron.
—¡Rosario! ¡Has vuelto! —dijo él, sonriendo, mientras le tendía las flores.
—¡Estás vivo! —gritó ella—. ¿Otra vez de juerga? ¡No puedo dejarte ni una semana, Nicolás!
Mientras Rosario seguía regañándolo, Nicolás se sentó en el sofá, sin dejar de sonreír.
—Qué bien se está en casa —pensó—. Mi cabritilla ha vuelto. Al final, la zanahoria funcionó.
—¿Te ríes? ¡Te voy a dar una lección!
—Te quiero, Rosario. Tanto que no te dejaré ir nunca más —dijo él, sereno.
Ella dejó de protestar al oírlo.
—En una semana lo he entendido… No me abandones. Haré lo que quieras.
—¿Y no volverás a emborracharte?
—Ni lo he hecho. Solo me tomé un poco para los nervios.
—Bueno… —dijo ella, yéndose a la cocina.
—¡Ay! ¡Dios mío! —se oyó desde allí.
—Buena zanahoria —pensó Nicolás—. Ahora solo queda sorprenderla cada día… Así mi Rosario no se escapará nunca más.