Los felices siempre sonríen

Siempre recuerdo aquel día de lluvia de verano, cuando el sol ya se asomaba tímido y el agua caía suave sobre la ventana del viejo piso de la calle Alcalá. Yo, Rosa, había vuelto del trabajo y me disponía a preparar la cena mientras miraba el cielo gris.

Pensaba en mi hija, Candelaria, y en el joven con el que se había enamorado, Damián. No me gustaba él; era mayor, de mirada esquiva y de un aire sospechoso que me ponía los pelos de punta. Me preguntaba cómo decirle a mi niña que aquel amor quizás no era el correcto. Si lo hacía, me convertiría en su peor enemiga; si no, quizá la engañaba más. Intenté insinuarle que Damián no era para ella, pero la niña no prestó atención a mis palabras. ¡Cuánta falta de experiencia tuve!

Candelaria la había criado sola; nunca me casé. Así fueron las cosas. Cuando cursaba el tercer año de la Universidad Complutense, me relacioné con Julián, también estudiante. Nunca terminó sus estudios; lo expulsaron al acabar el tercer curso. Yo estaba feliz, pues sospechaba que podía estar esperando un hijo suyo y decidí decírselo.

No sé cómo decirte que ese bebé es mío exclamó él. No quiero hijos, y mucho menos el mío.

Su voz fue dura y desapareció como una sombra. Yo no había tenido tiempo de explicarle que jamás había tenido a nadie más. En la universidad nunca le prestó atención; pronto se rodeó de otras chicas y, después de la expulsión, se alejó.

Hija, ¿qué te pasa? me preguntó mi madre, Ana, al verme llorar en mi habitación.

Me ha dejado Julián y estoy embarazada sollozó Candelaria.

¡¿Qué?! exclamó Ana, tan severa como siempre. Te he advertido tantas veces que uses la cabeza. Estás en tu tercer año; deberías terminar la carrera, no criar hijos. No te ayudaré; tendrás que resolverlo sola. Ve al hospital y habla con el médico; ya eres mayor y debes responder de tus actos.

Aquella mirada fría de Ana me hirió más que sus palabras. Comprendí que la ayuda no vendría de ella.

Al día siguiente entré al Hospital General de Madrid; la fila era escasa. Una mujer joven, con el vientre hinchado y su hija de seis años, esperaban justo delante de mí. Cuando la puerta se abrió y salió la siguiente paciente, la madre se volvió hacia mí, sujetando su abdomen.

Hija, espera aquí un momento, vuelvo enseguida.

La niña se sentó a mi lado. En el hospital, los niños se aburren, así que la pequeña empezó a observar los carteles y luego fijó su mirada en mí. Tenía pecas en la nariz y movía los pies inquieta. Nos cruzamos la mirada y ella sonrió.

Tía, ¿por qué estás triste? ¿Estás enferma?

No, no estoy enferma, es que no podía explicarle mi problema.

¿Tienes hijos? preguntó curiosa.

No

¡Qué pena! Mi madre dice que los hijos son la felicidad. Yo soy su felicidad, aunque a veces me porte mal y me regañe, siempre dice que soy su alegría. También me dice que siempre debo sonreír y no llorar. Ayer Migue, el coleguita, me tiró del rizo y lloré; mamá me dijo que sonriera. Lo hice, y él me dio una caramelita. Desde entonces volvimos a ser amigos.

Su inocencia y sinceridad me tocaron el corazón. De repente comprendí mi situación.

¿Qué hago aquí? Que Julián me haya dejado, que Ana se oponga, pero no voy a rendirme

En ese instante la madre de la niña salió del consultorio y nos estrechamos la mano, sonriendo. Ese gesto de ternura y fuerza me dio aliento; corrí fuera del hospital con paso firme, como guiada por el destino, hasta la casa de mi abuela Carmen, madre del padre de Candelaria. Tras el divorcio de mi hija, Ana ya no hablaba con la suegra, pero yo seguía visitando a la abuela, quien adoraba a su nieta.

Da a luz, niña mía. Aunque tu madre se oponga, yo te ayudaré; puedes vivir conmigo. Lo lograrás, te apoyaré en todo. No cargues con culpas, que después me lo agradecerás me dijo Carmen, acariciándome la cabeza.

Desperté del recuerdo y dije en voz alta:

Qué acertada fue la abuela. Candelaria es mi alegría, mi vida, mi todo. No puedo imaginarme sin ella.

Escuché el tintineo de la llave en la cerradura; Candelaria había llegado. Se asomó al recibidor y, al verme, brotaron lágrimas.

¿Qué pasa, hija? Siéntate y cuéntame la abracé y la senté a la mesa de la cocina.

¿Damián? repitió Candelaria, y el llanto volvió con más fuerza.

Sí respondí, y la niña se desmoronó nuevamente.

Le ofrecí un vaso de agua; bebió mientras yo le acariciaba el hombro y la estrechaba con fuerza. Un nuevo llanto surgió, pero poco a poco sus ojos, rojos y hinchados, se calmaron.

Me contó que él estaba casado y que su esposa vivía en Zaragoza. Al verlo, percibí su reserva y su falta de sinceridad; mi intuición no me falló. Finalmente, Candelaria confesó:

Mamá, él está casado.

¿No te diste cuenta? le pregunté.

No, mamá resulta que en Zaragoza tiene esposa y dos hijos. Él está aquí por una comisión larga y alquila un piso. Yo lo he visitado muchas veces y nunca he visto a otra mujer.

¿Cómo lo supiste? ¿Él te lo dijo?

No. Su esposa llegó sin avisar; él estaba en el baño y ella tomó su móvil, encontró nuestro chat y mi número.

En vez de sentirme fatal, sentí una extraña alivio; Damián siempre me había parecido turbio. Confío en que Candelaria encontrará un amor verdadero.

¿Y qué hizo ella? pregunté.

Me llamó, fuimos a un café. Su esposa, muy amable, me pidió que dejara a su marido porque tiene dos hijos. Fue como un trueno en cielo claro relató Candelaria, sin lágrimas ahora. No puedo creer que no lo hubiera visto.

No te culpes, hija, él es un torbellino. Gracias a Dios que todo salió a luz. Si hubieras sabido que estaba casado, no te habrías juntado con él.

Así es, mamá. Le dije a su esposa que no volveré a verlo y que él debe dejarme en paz afirmó firme.

Bien hecho.

Sabía que no era el primer hombre engañoso en mi vida, pero el dolor por mi hija era inmenso.

¿Y él? ¿Te habló?

Me llamó hace poco, pero le dije que lo había dejado y lo bloqueé.

Entiendo que te duele, pero actuaste bien.

En ese momento Candelaria volvió a sollozar.

Mamá, también estoy embarazada

¿Cuánto tiempo llevas? intenté mantener la calma.

Cerca de dos meses susurró, bajando la mirada.

Aquellas palabras atravesaron mi pecho. Todo se repetía; la vida me mostraba su ciclo. Miré a mi hija, a quien jamás había dejado caer, y comprendí que necesitaba estar a su lado en ese instante crucial.

Tranquila, hija, todo saldrá bien. Daré a luz, te ayudaré. Ese bebé será nuestro nieto, lo amaremos y lo cuidaremos juntos le dije, sintiendo el peso del amor.

Mamá, eres la mejor, lo sabía respondió con una sonrisa entre lágrimas.

El tiempo pasó y, un día, recibí a Candelaria con su pequeño hijo, envuelto en un sobre beige con lazo azul. Al entrar a casa, la habitación estaba decorada con globos y flores; la abuela Carmen había preparado todo para el nuevo nieto. La cuna, el cochecito y los sonajeros ya estaban listos. Candelaria y yo nos miramos y sonreímos, pues la felicidad había llegado a nuestro hogar. Los felices siempre sonríen.

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Los felices siempre sonríen