Los parientes del marido se enfadaron porque no les dejé pasar la noche en mi estudiocómodo.
Óscar, ¿hablas en serio? Dime que es una broma tonta y que pronto vas a reírte. Por favor.
Almudena quedó inmóvil, el cucharón suspendido sobre la olla, sin recordar que iba a servir la sopa. El vapor subía como una nube gris que se posaba sobre la brillante fachada del mueble de cocina; ella ni lo notaba. Todo su foco estaba en el marido, encorvado sobre la diminuta mesa, hurgando con culpa la ensalada con el tenedor, evitando levantar la vista.
Alma, ¿qué podía hacer? murmuró Óscar, hundiendo la cabeza en los hombros. Es la tía Violeta. Llamó y dijo: Ya tenemos billetes, vamos a Madrid a mostrar al nieto a los médicos y de paso a conocer la ciudad. No podía decirle a la tía: No vengáis. No era humano.
¿No era humano? Almudena dejó el cucharón sobre la olla con un sonido metálico que resonó como un gong en la quietud. ¿Y lo humano es traer a tres personas a nuestro piso? ¡Óscar, nuestro estudio tiene treinta y tres metros cuadrados! ¡Treinta y tres, con balcón, esquís y latas de pintura!
Alrededor suyo giró la mano, señalando la vivienda. Era un clásico estudio que había comprado antes de casarse, poniendo en él todos sus ahorros y cinco años de vida en austeridad. Lo amaba con una pasión desbordada; cada rincón estaba calculado: camacama, armarios hasta el techo, cocina diminuta pero acogedora, todo unido al salón. Era el nido perfecto para una, o dos, si vivían en total armonía y no tiraban calcetines por el suelo.
Solo van a estar tres días intentó defenderse Óscar. Aguantemos. En lo estrecho, sin rencor.
¿Ellos? Aclaremos la lista de invitados Almudena cruzó los brazos, sintiendo que el ojo izquierdo empezaba a tiritar.
Pues tía Violeta, tío Pascual y Sofía con su pequeño.
Almudena sintió que el suelo se escapaba bajo sus pies. Se desplomó sobre la silla frente a su marido, sin preocuparse de que la bata se alzara.
¿Cuatro personas? ¿Estás cuerdo? La tía Violeta es, por decirlo suavemente, corpulenta. El tío Pascual fuma como una locomotora y ronca al punto de que las paredes tiemblen. Sofía es su hija de treinta años, y el pequeño ya tiene cinco; según tus relatos, destroza lo que alcanza. ¿Y quieres alojar a ese campamento aquí? ¿Dormiremos en la lámpara?
No lo tomes así se ofendió Óscar. Podemos poner un colchón inflable en la cocina. Les damos la habitación. Son invitados, vienen de camino. El niño necesita rutina.
¿En la cocina? Almudena soltó una carcajada histérica, mirando el espacio de cinco metros cuadrados que apenas contenía mesa y dos sillas. ¿Bajo la mesa? ¿Meter los pies en el horno?
Alma, no empieces. Son familia. Mi madre se enfadará si sabe que no los recibimos. Traen bocadillos, jamón, pepinos
¡Yo no como jamón, Óscar! Y los pepinos los compramos en oferta. No, no lo permitiré. Un té, por favor. La cena la aguanto, pero la noche no. Que busquen hotel.
¡No tienen dinero para hotel! Son gente del campo, para ellos nuestras tarifas son la luna. Ponte en su lugar.
¿Quién se pondrá en mi lugar? Trabajo toda la semana. Mañana tengo el único día libre, quería dormir toda la noche y relajarme en el baño. ¿Y ahora me ofreces dormir en el suelo mientras escucho los ronquidos del tío Pascual? No, Óscar. Llama y di que hay una tubería rota, que estamos enfermos de peste, que nos han desalojado pero que no vienen a pasar la noche.
Óscar suspiró, empujó el plato y miró a su esposa con los ojos de un perro maltrecho.
No puedo. Ya están en el tren. Mañana por la mañana en la estación. Les prometí recibirles.
Almudena comprendió que él no llamaría. Le resultaba más fácil aguantar el disgusto que decir un rotundo no a su familia entrometida. Ese era su eterno dilema: querer agradar a todos, menos a su propio hogar.
Bien dijo con voz de hielo. Los recibirás. Pero aviso: no moveré ni un dedo para crearles camas. Y si piensan que pasaré tres días al fuego sirviendo a esa tropa, están muy equivocados.
La noche fue intranquila. Almudena se revolvía, imaginando cómo su impecable vivienda blanca se transformaría bajo el asalto de los parientes. A la mañana, Óscar salió al andén y ella se quedó, preparándose para la batalla. No hizo el tradicional ensaladilla rusa ni los pasteles típicos; solo hizo café, tostadas y se sentó a leer, demostrando que el día seguía su plan.
El timbre del intercomunicador sonó como una sirena de alerta aérea. Almudena se acercó lentamente al aparato.
¡Alma, somos nosotros! ¡Abre! la voz de Óscar sonó como si trajera un millón de euros.
Un par de minutos después, el pasillo se llenó de ruidos, voces, risas, el estrépito de algo pesado. La puerta se abrió y una multitud se derramó al recibidor.
Primera en entrar fue la tía Violeta, una mujer robusta con un vestido de flores, una maleta con ruedas que dejó manchas de barro sobre el mármol brillante.
¡Ay, mi niña! ¡Qué guapa estás! gritó, abrazando con los brazos abiertos. Olía a tren, a embutido cocido y a perfume barato Lirio. ¡Qué delgada te ha puesto Madrid! ¡Vamos a alimentar!
A sus pasos siguió el tío Pascual, cargando un saco enorme del que sobresalía algo que parecía una pierna de cerdo.
¡Buenas, ama! ¿Dónde tiramos al mamut? balbuceó, sacudiendo la ceniza de su cigarrillo, aunque el olor a tabaco se había incrustado en su ropa.
Tras ellos llegó Sofía, con el rostro cansado y los labios apretados, arrastrando al niño de cinco años que, al instante, gritó: «¡¿Dónde están los dibujos animados?!» y corrió hacia la habitación sin descalzarse.
¡Alto! gritó Almudena, pero ya era tarde. Sus zapatillas sucias ya pisoteaban la alfombra esponjosa del sofá.
Es solo un niño, desestimó Sofía, tirando sus zapatos al centro del pasillo. ¿No tenéis pantuflas? Venimos sudorosos de la carretera.
El vestíbulo, pensado para dos, se convirtió en una estación de metro a la hora pico. Maletas, mochilas, gentetodo se mezcló en un caos. Almudena sintió un ataque de claustrofobia que nunca había experimentado.
Pasad, forzó, intentando conservar la cortesía. Solo poned los zapatos en la estantería y los abrigos en el armario.
¡Olvida esas ceremonias! exclamó la tía Violeta, cruzando a la cocina. ¡Qué minúscula es la cocina! ¿Cómo vas a cocinar, pobrecita? Ni una sola mujer podría girar aquí.
Arrojó su maleta sobre la mesa del comedor.
Tía Violeta, retire la maleta de la mesa ordenó Almudena, acercándose. Es una mesa para comer.
¡Está limpia! La puse en el tren, sobre el periódico refunfuñó, pero movió la maleta al taburete. Vamos, servid. Los hombres tienen hambre, sólo tomamos té desde la mañana. Óscar dijo que nos esperas.
Almudena miró a su marido, que se ocultaba en la puerta, intentando ser invisible.
He puesto la tetera y hay bocadillos dijo. No preparé la comida, pensé que al venir del tren querríais descansar, ducharos y después decidir dónde comer.
Un silencio incómodo se instaló. La tía Violeta apretó los puños.
¿Dónde comer? ¿Acaso no somos en casa? ¡Traemos regalos! En mi pueblo no se recibe así, ¡todo lo mejor al invitado!
En Madrid avisamos con antelación y preguntamos si es conveniente para los anfitriones replicó Almudena. Y si no, lo decimos.
¡Nos avisaron! ¡Óscar nos avisó! intervino el tío Pascual, abriendo el frigorífico y descubriendo una botella de cerveza. ¿Una birrita? ¿Tuya, Óscar?
Mía balbuceó Óscar.
¡Salud! gritó Pascual, destapando la botella con un estruendo y tomando un gran trago.
Almudena cerró los ojos y contó hasta diez. No sirvió.
Escuchad, queridos huéspedes anunció con voz fuerte. El apartamento es pequeño. Solo hay un sofá. Somos dos, ustedes cuatro. No hay sitio para que duerman aquí.
¿Cómo no hay sitio? preguntó Sofía, mirando la habitación. El sofá es grande, nos acostaremos mi madre, mi hermano y yo. Papá puede en la silla plegable del balcón. Y vosotros, jóvenes, podéis en el suelo, poner un colchón, o preguntar a los vecinos.
La osadía de esa propuesta dejó a Almudena sin palabras. No solo querían desplazar a los dueños, ya habían repartido camas y rincones.
No, dijo firme. El sofá es nuestro lecho. No lo cederé.
¡Mira a esa chica! vociferó la tía Violeta. ¡Los parientes vienen de tierras lejanas y a ella le duele el sofá! ¡Cambiamos pañales a tu hijo, le enviamos paquetes al ejército! ¿Y ahora no nos dejas entrar?
Tía Violeta, nadie os persigue intentó calmar Óscar. Solo Alma está cansada y el espacio es escaso
¡Cállate, esclavo! rugió la tía. Tu mujer no nos respeta, pero tú chupas ¡Nos venimos a ti, no a ella! ¿De quién es el piso? ¡Del nuestro! ¡Así que tienes derecho!
El piso es mío afirmó Almudena, con voz clara. Lo compré antes del matrimonio, la hipoteca la pagué yo. Óscar vive aquí porque es mi marido. Eso no da derecho a convertir mi hogar en un albergue.
El silencio inundó la estancia. El tío Pascual dejó la cerveza, Sofía dejó de mover la pierna, la tía Violeta se ruborizó.
Entonces murmuró Violeta. ¿Negarte el pan? ¿Cortar los metros cuadrados? ¿Te crees una madrileña orgullosa? ¿Olvidas tus raíces?
¿Y las raíces? replicó Almudena, hervida. Hablo de respeto básico y espacio personal. Llegáis cuatro a un estudio. Ni siquiera nos preguntasteis si nos molestaba. Simplemente aparecisteis.
¿Preguntar? ¡Somos familia! insistió Violeta. Pensábamos sentarnos, charlar, comer. Y tú
En ese instante se oyó un crujido y el tintineo de cristal roto. Todos corrieron al salón. El niño de cinco años, al intentar subir al estante, volcó una valiosa jarra italiana y derribó una pila de libros. Allí, entre los fragmentos, el pequeño gritó: «¡Mamá, me he hecho daño!».
Almudena contempló los fragmentos de su jarra favorita, la última pieza de Italia que había traído. Fue la gota que colmó el vaso.
Basta dijo, la voz temblando de ira. El espectáculo ha terminado. Recoged lo vuestro.
¿Qué? exclamó Violeta, erguida. ¿Nos echas a la calle con el niño?
No a la calle, pero al día hay luz y tiempo. Tenéis mucho margen para encontrar hotel o hostal. Incluso puedo daros direcciones de opciones baratas que investigué ayer.
Almudena sacó de su bolsillo una hoja doblada y la pasó a Óscar.
Óscar, aquí tienes la lista. Un hostal a dos cuadras, bastante decente, habitaciones familiares. También el hotel Amanecer, cercano y razonable.
¿Te has vuelto sin escrúpulos? gruñó Sofía. Ahorramos para el médico, no para hostales. ¿Quieres arrancarle la boca al niño?
Quiero paz en mi casa replicó Almudena. Si venís a curaros, debíais prever alojamiento, no contar con que yo os mantendría.
¡Óscar! bramó Violeta. ¡Eres hombre o trapo! ¡Haz callar a tu mujer! ¡No nos iremos! ¡Nos quedaremos!
Óscar, rojo como un cangrejo, quedó atrapado entre su esposa decidida y la tía furiosa.
Tía Violeta empezó, con voz temblorosa. Es cierto, el espacio es escaso y la jarra se ha roto Tal vez sea mejor el hostal. Yo yo ayudaré a pagar, aunque sea parcialmente.
¡¿Qué?! estallaron Violeta y Sofía al unísono.
¿Nos has vendido por un vestido? gritó Violeta. ¡Traicionas a la sangre por esta! ¡Pascual, recoge las maletas! ¡Nos vamos!
El tío Pascual, tras acabar su cerveza, dejó la lata sobre el aparador y exclamó:
Vamos, madre. No vale la pena humillarse. Hallaremos otro sitio donde pasar la noche.
El caos se desató. Las maletas se colapsaron en los bolsillos, Violeta maldijo a Almudena con la lista de sus antepasados, Sofía silenció al niño con un tono estridente: «No llores, pequeño, la tía mala nos ha echado, pero encontraremos gente buena».
¡Lleva el jamón! gritó Violeta a Óscar. No dejéis nada para ellos, que se ahogan.
Pascual cargó el saco a cuestas. En el umbral, Violeta se volvió hacia Óscar, le escupió al suelo y dijo:
Ya no tengo sobrino. Olvida mi número. Llamaré a tu madre y le contaré la serpiente que has criado.
La puerta se cerró con estruendo, resonando por el edificio. Después, se oyó el ascensor y voces que se alejaban.
El apartamento quedó sumido en un silencio tintineante. Almudena permanecía en medio de la habitación, con la jarra rota y la alfombra manchada. Sus manos temblaban. Óscar estaba sentado en un puff del vestíbulo, cubriéndose la cara con las manos.
Bueno murmuró. Ahora toda la familia me maldecirá. Mi madre tendrá infarto. ¿Contento?
Almudena se volvió lentamente, sin compasión. No había lástima, solo cansancio y desilusión.
¿Querías que aceptara que me frotaran los pies? le preguntó. ¿Que destruyeran mi cosa, que se adueñaran de mi casa y yo aceptara la paz familiar? ¿Qué paz? ¿Donde no valgo ni un centavo?
Podría haber sido más suave balbuceó él.
¿Suave? Con gente así no hay suavidad. Solo entienden la fuerza. Si cediéramos hoy, mañana vendrían los primos del tío Pascual, y pasado día el vecino de la tía Violeta. Nuestra vivienda se convertiría en un albergue gratuito. ¿Eso querías?
Óscar guardó silencio. Sabía que Almudena tenía razón, pero admitirlo significaba reconocer su propia debilidadAlmudena, con el corazón firme y la jarra rota como símbolo, cerró la puerta, dejó que el eco del último suspiro familiar se desvaneciera y, bajo la luz tenue del alba, se prometió a sí misma que su hogar volvería a ser sólo su refugio, sin sombras de obligaciones ajenas.







