Los estudiantes se burlaban de la nueva profesora, intentaron hacerla llorar, pero minutos después sucedió algo inesperado

En el instituto de Sevilla, la clase de 4ºB llevaba meses sin profesor de literatura fijo. Una se fue de baja maternal, otro aguantó solo un mes. Cuando llegó Lucía Mendoza joven, tranquila, con su falda hasta las rodillas y el pelo recogido, los alumnos se miraron entre risas: “Otra que no durará”.
La primera clase empezó con piedras en el camino.
Bueno, abrid los cuadernos… dijo ella.
¡Pero si no los hemos traído! gritó uno desde el fondo. Risas.
¿No va a presentarse antes de empezar a dar lecciones? soltó otro con sorna.
Lucía no se inmutó.
Lucía Mendoza. Podéis llamarme señorita Mendoza o Lucía, como prefiráis.
¡Lucía “Mendrugo”! chilló una de las chicas.
¡Huele a colonia de abuela! añadió otro.
Alguien puso el rebuzno de un burro en el móvil. La clase estalló. Mientras ella escribía en la pizarra, un avioncito de papel le aterrizó en la espalda.
Lucía se volvió despacio.
¿Otra que se va a poner a llorar y se largará como la anterior? susurró un alumno, pero lo justo para que lo oyera.
Un bostezo exagerado, un libro cayendo al suelo… Pronto se sumaron más: sillas chirriando, móviles abiertos en TikTok.
Entonces, Lucía se sentó al borde de la mesa y habló en voz baja, como si contara la lista de la compra:
¿Sabéis? Antes de esto trabajé en oncología infantil. Allí había chicos como vosotros. Algunos solo querían vivir para ver su graduación. Un chico de diecisiete años, con sarcoma, ya no podía hablar. Le leía “Don Quijote” en voz alta. Agarraba el libro aunque las manos no le respondieran. Me dijo: “Ojalá hubiera valorado antes esto. Daría lo que fuera por estar en una clase normal, sin sueros”.
El silencio empezó a colarse entre las risas.
Otra chica soñaba con ir al instituto. Solo quería oír voces, ruido de sillas… Vosotros vivís sus sueños, pero actuáis como si el mundo os debiera algo.
No os voy a compadecer ni rogar. Conozco el valor de esto. Si queréis aprenderlo… seguid así.
Se levantó, alisó las hojas de su cuaderno y abrió el registro. Nadie volvió a interrumpir.
Desde ese día, nadie le tiró otro avión. Ni le faltó al respeto. A veces, el silencio dice más que mil palabras.

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