Los celos me destruyeron: cuando vi a mi esposa bajarse del coche de otro hombre, perdí el control y arruiné mi vida

 

Estaba de pie junto a la ventana, con las manos apretadas en puños y el corazón latiéndome con tanta fuerza que sentía que iba a estallar. La habitación estaba en completo silencio, pero dentro de mi cabeza solo resonaba una pregunta: ¿Por qué tarda tanto?

El reloj en la pared marcaba los segundos con un tic-tac ensordecedor.

Era tarde. Demasiado tarde.

Y entonces vi los faros iluminando la calle.

Un coche negro, elegante, se detuvo justo frente a la casa. Mi respiración se cortó en seco. Un hombre iba al volante. Alto, seguro de sí mismo. Alguien a quien no conocía.

Entonces la puerta del copiloto se abrió.

Y ella bajó.

Algo dentro de mí se rompió.

Sonreía. Con una naturalidad que me heló la sangre. Se inclinó hacia la ventanilla, le dijo algo al conductor y él se rió. Se rió.

Luego cerró la puerta y caminó tranquilamente hacia la casa.

Sentí que todo mi cuerpo se tensaba.

¿Quién era ese hombre? ¿Desde cuándo pasaba esto? ¿Cómo había podido ser tan ingenuo?

La puerta se abrió y ella entró, lanzando el bolso sobre la mesa con total indiferencia.

“¿Quién era?” – pregunté con la voz tensa.

Se detuvo y me miró con el ceño fruncido. – “¿Quién era quién?”

“El hombre en el coche. ¿Quién es él?”

Suspiró con fastidio, como si estuviera cansada de responder preguntas absurdas.

“Alejandro, no empieces. Era Javier, el esposo de Marta. Me llevó a casa porque era tarde. ¿De verdad vamos a discutir por esto?”

Pero yo ya no la escuchaba.

Mi cabeza era un torbellino. Mi sangre hervía.

Y entonces mi mano se levantó.

El sonido de la bofetada resonó en toda la sala.

Ella dio un paso atrás, llevándose la mano al rostro. Un hilo de sangre brotó de su nariz.

El silencio que siguió fue aterrador.

Entonces lo vi en sus ojos.

No era enojo. No era dolor. Era miedo.

Sabía que era el final.

No había vuelta atrás.

No gritó. No lloró.

Solo tomó su abrigo y salió.

A la mañana siguiente, un abogado llamó a mi puerta con los papeles del divorcio.


El tribunal me lo quitó todo – incluso a mi hijo

“Soporté tus celos durante años,” me dijo después, con una voz fría como el hielo. “Pero la violencia, jamás.”

Le rogué que me perdonara. Le supliqué que fue un error. Un momento de locura. Que nunca volvería a pasar.

No le importó.

Y luego vino el golpe final – en el tribunal, dijo que yo era agresivo con nuestro hijo.

Mentira.

Una mentira cruel y calculada. Nunca le había puesto una mano encima. Nunca le había hablado con dureza.

Pero, ¿quién iba a creerme? Un hombre que ya había golpeado a su esposa.

El juez no dudó ni un segundo.

Ella obtuvo la custodia total.

Yo… Apenas unas pocas horas a la semana. Unas visitas cortas, en un lugar neutral.

Sin noches juntos. Sin mañanas en las que pudiera hacerle el desayuno.

Durante seis meses, viví solo para esos momentos.

Para cuando él corría a mis brazos, me abrazaba fuerte y me decía cuánto me extrañaba.

Y luego, una vez más, tenía que verlo marcharse.

Hasta que un día, me dijo algo que me rompió completamente.


La verdad que me reveló mi hijo de cinco años

Estaba creciendo. Comenzaba a notar las cosas.

Y un día, mientras jugaba con sus coches de juguete, dijo algo sin pensarlo:

“Papá, ayer mamá no estaba en casa. Vino una señora a quedarse conmigo.”

Mi cuerpo se tensó.

“¿Qué señora?” – pregunté con un nudo en la garganta.

“No sé. Siempre viene cuando mamá sale por las noches.”

No podía respirar.

“¿Y a dónde va mamá?”

Se encogió de hombros. – “No me lo dice.”

Mis manos se cerraron en puños.

Necesitaba saber la verdad.

Y cuando la descubrí, sentí que todo dentro de mí estallaba.

Había contratado a una niñera.

Una desconocida.

Mientras yo suplicaba por más tiempo con mi hijo, ella lo dejaba en manos de una extraña.

Tomé el teléfono y la llamé.

“¿Por qué dejas a nuestro hijo con una desconocida, cuando yo estoy aquí?”

Su voz era fría. Indiferente. – “Porque es más fácil así.”

“¿Más fácil?!” – Mi respiración se volvió pesada. “¡Soy su padre! Si tú no estás, debe estar conmigo.”

Suspiró con impaciencia. – “Alejandro, no voy a llevarlo hasta tu casa cada vez que tenga algo que hacer. Deja de hacer un drama.”

Mis nudillos estaban blancos de la presión con la que apretaba el teléfono.

¿Qué debía hacer? ¿Denunciarla? ¿Luchar en los tribunales?

¿Y si volvía a perder?

Un solo error.

Un solo instante de furia.

Y me lo habían arrebatado todo.

Pero a mi hijo…

A él no lo voy a perder.

No voy a dejar que una extraña lo críe.

Voy a luchar.

Porque es lo único que me queda.

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Los celos me destruyeron: cuando vi a mi esposa bajarse del coche de otro hombre, perdí el control y arruiné mi vida