**Los calcetines rotos de mi hijo**
Cuando mi hijo Adrián y su mujer, Lucía, vinieron a cenar a casa, puse la mesa como si fuera Navidad: cocido madrileño, croquetas, puré de patatas y ensalada, todo lo que a él le encanta. Pero en el momento en que Adrián se quitó los zapatos en el recibidor, casi me desmayo: ¡sus calcetines tenían agujeros por todas partes, con los dedos asomando como si fueran a escapar! Me quedé helada, como si me hubiera caído un rayo. ¿Cómo es posible que mi hijo, al que crié con esmero, enseñándole a cuidar su aspecto, ande con estas prendas hechas jirones? Y, perdón, ¿dónde están los ojos de su mujer? ¡Esto ya es el colmo! Aún no me recupero de la impresión, y necesito desahogarme o explotaré de indignación.
Yo, Carmen López, he luchado toda mi vida para que a Adrián no le faltara de nada. Le cosía camisas, le compraba los mejores zapatos, aunque tuviera que apretarme el cinturón. Se hizo ingeniero, se casó con Lucía, una chica que parecía dulce y hacendosa. Tienen su piso en Madrid, ambos trabajan, en teoría todo marcha bien. No me meto en sus vidas, pero de vez en cuando les invito a cenar para verlos y mimarlos con comida casera. Y entonces, ¡zas!, me encuentro con este espectáculo de sus calcetines. No son simples agujeros, es un grito de auxilio, una señal de que algo no va bien en su hogar.
Todo empezó cuando entraron en casa. Yo, como siempre, iba de aquí para allá, colocando platos y calentando las croquetas. Adrián se quitó los zapatos, y al mirar sus pies, pensé que era una ilusión: no podía ser que mi hijo, siempre tan pulcro, llevara esa ropa hecha trizas. Pero no, eran calcetines que parecían haber sobrevivido a una guerra: agujeros a los lados, suelas desgastadas y los dedos al aire como pidiendo clemencia. Me quedé tiesa, hasta se me cayó la cuchara. Lucía, al notar mi mirada, soltó una risita: “Ay, Carmen, es cosa suya, ya le he dicho mil veces que compre otros”. ¿Cosa suya? ¡Pero tú, cariño, qué haces mirando!
Durante la cena no pude concentrarme. Miraba a Adrián, que devoraba el cocido con gusto, y me preguntaba: ¿cómo ha llegado a esto? No lo crié para que pareciera un mendigo. Mientras, Lucía charlaba de su trabajo como si nada. No aguanté más y dije: “Adrián, hijo, ¿qué pasa con tus calcetines? ¡Qué vergüenza!”. Él se encogió de hombros: “Mamá, no es para tanto, son viejos, no he tenido tiempo de tirarlos”. ¿No has tenido tiempo? Y Lucía añadió: “Carmen, él se los pone, yo no controlo su armario”. ¿No lo controlas? ¿Entonces quién cuida de tu marido, si no eres tú?
Intenté contenerme, pero por dentro hervía. Después de cenar, cuando Lucía se fue al salón, le pregunté a Adrián en voz baja: “Hijo, ¿no tenéis dinero para calcetines? ¿O es que no lavas?”. Él me quitó importancia: “Mamá, no exageres, todo está bien. Es que no me fijé”. ¿No te fijaste? ¡Esos agujeros se ven desde la Puerta del Sol! Quise hablar con Lucía, pero temía que se burlara de nuevo. En su lugar, rebusqué en mi armario, saqué unos calcetines nuevos que le había comprado por su cumpleaños y se los di: “Toma, póntelos, que da pena verte”. Me dio las gracias, pero noté que le daba igual.
Los dejé marchar, pero esa noche no pegué ojo. No paraba de darle vueltas: ¿cómo es posible? Lucía trabaja, claro, y estará cansada, ¿pero eso es excusa? A su edad, yo trabajaba, cuidaba la casa, a mi marido y a mi hijo. ¿Ella no puede echar tres pares de calcetines a la lavadora o comprar unos nuevos? ¡En cualquier tienda los venden por cuatro duros! ¿O ahora está de moda ir hecho un pordiosero? Recordaba lo pulcra que va siempre Lucía, con las uñas pintadas, mientras mi hijo lleva calcetines deshilachados. Y no son solo calcetines, son un símbolo. Un símbolo de que a ella parece importarle un bledo su marido.
Al día siguiente, llamé a mi amiga Pilar para desahogarme. Me escuchó y dijo: “Carmen, no es asunto tuyo. Son adultos, que se apañen”. ¿Adultos? Entonces, ¿quién lo hará por ellos si Adrián va hecho un desastre? Pilar añadió: “Quizá Lucía no cree que sea su obligación. Las mujeres ahora son diferentes”. ¿Diferentes? No me opongo a que trabajen o hagan carrera, ¿pero el cuidado básico de un marido también ha pasado de moda? No pido que le haga cocido todos los días, ¡pero unos calcetines se pueden remendar!
Decidí hablar con Lucía. La llamé, la invité a tomar café sin Adrián. Le dije: “Lucía, perdona que me meta, pero ¿cómo permites que Adrián lleve esos calcetines? Es tu marido”. Ella puso cara de sorpresa: “Carmen, es mayorcito, él elige su ropa. Ya le he dicho mil veces que compre otros”. ¿Mayorcito? ¿Y tú no ves que va hecho un desastre? Le insinué que una esposa debe ocuparse de esas cosas, pero ella solo sonrió: “Tenemos igualdad, yo no controlo su armario”. ¿Igualdad? ¿Eso es que uno va hecho un trapo y el otro con zapatos nuevos?
Ahora no sé qué hacer. Una parte de mí quiere comprarle a Adrián una caja de calcetines y lavárselos yo misma para que no dé pena. Pero otra parte entiende que no es mi lugar. Ellos deben resolverlo. Le ofrecí ayuda: “Hijo, si andáis mal de dinero, dime algo”. Él se rió: “Mamá, tranquila, solo son calcetines viejos, los tiraré”. ¿Los tirarás? ¿Y qué te impide hacerlo ahora? No sé cómo hacer entrar en razón a Lucía. Quizá de verdad cree que no es su responsabilidad. Pero me duele ver a mi hijo así. Es como si yo hubiera fallado en enseñarle a cuidarse.
De momento, trato de no entrometerme. Los invito a cenar, le dejo calcetines nuevos a Adrián, pero por dentro sigo indignada. No son solo calcetines rotos, son una señal de que algo falla en su matrimonio. Y no sé cómo arreglarlo sin romper nuestra relación. Pero hay algo claro: mi hijo merece más que ir con los dedos al aire. Y Lucía debería reflexionar sobre lo que significa ser esposa. ¿O acaso también eso tengo que enseñarle yo?
**Lección:** A veces, querer lo mejor para nuestros hijos choca con su independencia. Pero por mucho que duela, no podemos vivir sus vidas por ellos. Solo queda confiar en que, al final, aprenderán a cuidarse solos. Aunque nos cueste verte los dedos por los agujeros.