Los calcetines rotos de mi hijo
Cuando mi hijo Rodrigo y su esposa Lucía vinieron a cenar, puse la mesa como para una fiesta: cocido madrileño, croquetas, puré de patatas y ensalada, todo lo que a él le encanta. Pero cuando Rodrigo se quitó los zapatos en el recibidor, casi me desmayo: ¡sus calcetines tenían agujeros por todos lados, con los dedos asomando sin vergüenza alguna! Me quedé paralizado, como si me hubiera caído un rayo. ¿Cómo era posible? ¿Mi hijo, al que crié, vestí y enseñé a cuidarse, iba así de hecho polvo? ¿Y dónde estaban los ojos de su mujer? ¡Esto ya era el colmo! Todavía no me repongo de la imagen, y necesito desahogarme o explotaré de indignación.
Yo, María del Carmen, siempre me esforcé para que a Rodrigo no le faltara de nada. Le cosía camisas, le compraba los mejores zapatos, incluso cuando tenía que apretarme el cinturón. Creció, se hizo ingeniero y se casó con Lucía, una chica que me pareció encantadora y hacendosa. Viven en su piso, los dos trabajan, todo parece ir bien. No me meto en sus vidas, pero los invito a cenar de vez en cuando para verlos y mimarlos con comida casera. Y entonces, ¡sorpresa! Me horrorizo con sus calcetines destrozados. No son simples agujeros, son un grito de auxilio, una señal de que algo va mal en su casa.
Todo empezó cuando entraron en el piso. Yo, como siempre, andaba de aquí para allá, poniendo platos y calentando las croquetas. Rodrigo se quitó los zapatos y miré sus pies de reojo. Al principio pensé que era cosa de mi imaginación: no podía ser que mi hijo, siempre tan pulcro, llevara esa chatarra. Pero no, esos calcetines parecían haber sobrevivido a una guerra nuclear: agujeros por ambos lados, los talones gastados y los dedos asomando como pidiendo libertad. Me quedé helado, hasta se me cayó la cuchara. Lucía, al ver mi cara, soltó una risita: “Ay, María del Carmen, él es así, ya le dije mil veces que compre unos nuevos”. ¿Él? ¿Y tú, cariño, qué haces?
Durante la cena no podía concentrarme. Miraba a Rodrigo, que comía el cocido con gusto, y me preguntaba cómo había llegado a esto. No lo crié para que pareciera un mendigo. Y Lucía allí, hablando de su trabajo como si nada. No aguanté más y dije: “Rodrigo, hijo, ¿qué pasa con tus calcetines? ¡Qué vergüenza!”. Se ruborizó y encogió los hombros: “Mamá, no es para tanto, son viejos, no he tenido tiempo de tirarlos”. ¿No has tenido tiempo? Y Lucía añadió: “María del Carmen, él se los pone, yo no controlo su armario”. ¿No controlas? ¿Quién debe cuidar de su marido si no es su esposa?
Intenté contenerme, pero por dentro hervía. Después de cenar, cuando Lucía se fue al salón, le pregunté a Rodrigo en voz baja: “Hijo, ¿es que no tenéis dinero para calcetines? ¿O no hay quien lave?”. Él solo me hizo un gesto: “Mamá, no empieces, va todo bien. Es que no me di cuenta”. ¿No te diste cuenta? ¡Esos agujeros se ven desde la luna! Quise hablar con Lucía, pero temí que se riera otra vez. En vez de eso, fui al armario, saqué unos calcetines nuevos que le había comprado por su cumpleaños y se los di: “Toma, póntelos, que dan pena”. Sonrió y me dio las gracias, pero noté que le daba igual.
Los dejé marchar, pero no pude dormir. No paraba de darle vueltas: ¿cómo era posible? Lucía trabaja, se cansa, ¿pero eso es excusa? Yo a su edad trabajaba, cuidaba la casa, a mi marido y a mi hijo. ¿No puede echar tres pares de calcetines a la lavadora o comprar otros? ¡En cualquier tienda los hay, y baratos! ¿O ahora está de moda ir hecho un desastre? Recordaba que Lucía siempre va impecable, con las uñas hechas, y mi hijo con calcetines que se caen a pedazos. Y no son solo calcetines, son un símbolo. Un símbolo de que a ella, al parecer, le importa un bledo su marido.
Al día siguiente llamé a mi amiga Carmen para desahogarme. Me escuchó y me dijo: “María del Carmen, no es asunto tuyo. Son adultos, ya se apañarán”. ¿Adultos? ¿Entonces quién lo hará si Rodrigo va como un pordiosero? Carmen añadió: “Quizá Lucía no lo ve como su obligación. Las mujeres ahora son distintas”. ¿Distintas? No me opongo a que trabajen, que hagan carrera, pero ¿el cuidado básico del marido también ha pasado de moda? No le pido que haga cocido todos los días, ¡pero unos calcetines se pueden arreglar!
Decidí hablar con Lucía. La llamé y la invité a tomar café, sin Rodrigo. Le dije: “Lucía, perdona que me meta, pero ¿cómo permites que Rodrigo vaya con esos calcetines? Es tu marido”. Se sorprendió: “María del Carmen, él es mayor, elige su ropa. Ya le dije que comprara otros”. ¿Mayor? ¿Y tú no ves que va hecho un desastre? Le insinué que una esposa debe ocuparse de esas cosas, pero solo sonrió: “Somos iguales, yo no controlo su armario”. ¿Iguales? ¿Eso significa que uno va harapiento y el otro con zapatos nuevos?
Ahora no sé qué hacer. Parte de mí quiere comprarle a Rodrigo una caja de calcetines y lavárselos yo para que no dé el cante. Pero otra parte entiende que no es mi problema. Ellos deben arreglárselas. Le ofrecí ayuda a Rodrigo: “Hijo, si andáis justos de dinero, dime, yo os echo una mano”. Se rio: “Mamá, no es eso, solo están viejos, los tiraré”. ¿Los tirarás? ¿Por qué no ahora mismo? No sé cómo hacer entrar en razón a Lucía. Quizá de verdad cree que no es su responsabilidad. Pero me duele ver a mi hijo así. Es como si yo hubiera fallado en enseñarle a cuidarse.
Por ahora intento no entrometerme. Los invito a cenar, le doy calcetines nuevos a Rodrigo, pero por dentro sigo rabiando. No son solo agujeros, son una señal de que algo falla en su familia. Y no sé cómo arreglarlo sin dañar nuestra relación. Pero algo sé seguro: mi hijo merece más que ir con los dedos al aire. Y Lucía debería pensar qué significa ser esposa. ¿O eso también tengo que enseñarle yo?