Los calcetines agujereados de mi hijo

Los calcetines rotos de mi hijo

Cuando mi hijo Álvaro y mi nuera Lucía vinieron a cenar a casa, puse la mesa como para una fiesta: cocido, croquetas, puré de patatas y ensalada, todo lo que le gusta. Pero cuando Álvaro se descalzó en el recibidor, casi me desmayo: ¡sus calcetines tenían agujeros por los que se asomaban los dedos sin ningún pudor! Me quedé paralizado, como si me hubiera caído un rayo. ¿Cómo es posible que mi hijo, al que crié con esmero, vistiéndolo y enseñándole a cuidarse, ande con esas harapos? Y, perdona que te diga, ¿dónde tiene los ojos su esposa? ¡Esto ya es el colmo! Todavía no me repongo de la impresión y necesito desahogarme, porque si no, reviento de ira.

Yo, Antonio Jiménez, siempre me he esforzado para que a Álvaro no le faltara de nada. Le cosía camisas, le compraba los mejores zapatos, aunque en casa hubiera que apretarse el cinturón. Creció, se hizo ingeniero y se casó con Lucía, una chica que, en su momento, me pareció encantadora y hacía las cosas bien. Viven en su piso, los dos trabajan y, en teoría, todo va bien. No me meto en su vida, pero de vez en cuando les invito a cenar para verlos y mimarlos con comida casera. Y entonces, ¡zas!, me llevo este susto con los calcetines. No son simples agujeros, es un grito de auxilio, una señal de que algo no va bien en su hogar.

Todo empezó cuando entraron en casa. Yo, como siempre, andaba de un lado a otro, poniendo platos y calentando las croquetas. Álvaro se descalzó y, de reojo, miré sus pies. Al principio pensé que era una ilusión: no podía ser que mi hijo, siempre tan pulcro, llevara esa calamidad. Pero no, eran unos calcetines que parecían haber sobrevivido a una guerra nuclear: agujeros por todos lados, los talones desgastados y los dedos asomando como pidiendo libertad. Me quedé helado, hasta se me cayó el tenedor. Lucía, al verme, soltó una risita: “Ay, Antonio, él es así, ya le he dicho mil veces que compre unos nuevos”. ¿Él es así? Y tú, cariño, ¿qué pintas en esto?

Durante la cena no podía concentrarme. Miraba a Álvaro, que devoraba el cocido, y pensaba: ¿cómo hemos llegado a esto? No lo eduqué para que fuera por ahí como un mendigo. Y Lucía, tan tranquila, hablando de su trabajo como si nada. No pude aguantar más y le dije: “Álvaro, hijo, ¿qué pasa con esos calcetines? ¡Qué vergüenza!”. Se encogió de hombros: “Papá, no es para tanto, son viejos, no he tenido tiempo de tirarlos”. ¿No has tenido tiempo? Lucía añadió: “Antonio, él se los pone, yo no controlo su armario”. ¿No controlas? ¿Entonces quién debe cuidar de su marido, si no es su mujer?

Intenté contenerme, pero por dentro hervía. Después de cenar, cuando Lucía se fue al salón, le pregunté a Álvaro en voz baja: “Hijo, ¿es que no tenéis dinero para calcetines? ¿O no hay quién friege?”. Él me quitó importancia: “Papá, no exageres, todo está bien. Simplemente no me fijé”. ¿No te fijaste? ¡Esos agujeros se ven desde el espacio! Quise hablar con Lucía, pero temí que se lo tomara a borma. En vez de eso, abrí mi armario, saqué unos calcetines nuevos que le había comprado por su cumpleaños y se los di: “Toma, póntelos, que da pena verte”. Sonrió y me dio las gracias, pero noté que le daba igual.

Los dejé marchar, pero no pude dormir. No paraba de darle vueltas: ¿cómo es posible? Lucía trabaja, se cansa, claro, pero ¿es eso una excusa? Yo, a su edad, trabajaba, cuidaba la casa, a mi mujer y a mis hijos. ¿Y ella no puede echar tres pares de calcetines a la lavadora o comprar unos nuevos? ¡En cualquier tienda los venden por cuatro euros! ¿O ahora está de moda ir hecho en un desastre? Recordaba que Lucía siempre va impecable, con las uñas pintadas, mientras mi hijo lleva calcetines que se caen a pedazos. Y no son solo calcetines, ¡son un símbolo! Un símbolo de que a ella, al pareParece que no le importa cómo vaya su marido.

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