**Los logros de mamá**
—¿Sabes? Escuché una conversación en el autobús. Una chica le decía a alguien: «Mi padre es un hombre exitoso, pero mi madre no ha logrado nada, solo es una aburrida». Y pensé… eso podrían decir de mí.
Ana estaba en la cocina de Irene, sin intentar contener las lágrimas. Hacía una semana que su marido la había abandonado, y necesitaba desahogarse con alguien.
No eran amigas íntimas, solo vecinas que se conocieron años atrás, cuando ambas se mudaron al mismo barrio. Sus hijos tenían la misma edad, y solían cruzarse en el parque con los carritos.
Irene, a diferencia de Ana, volvió a trabajar cuando su hijo cumplió seis meses. Dieciocho años después, ambas recordaron aquella conversación decisiva.
—¿De verdad vas a volver al trabajo? ¿Y quién cuidará al niño? —La voz de Ana mezclaba inquietud y curiosidad.
—Una niñera vendrá por las tardes —contestó Irene—. Las leyes cambian rápido; si me quedo fuera, mi jefe contratará a otro contable. Además, no quiero perder mi puesto. Luego es difícil encontrar un buen empleo.
—Mi Pablo dice que debo quedarme con Lucas. Que la carrera puede esperar…
—La carrera no espera, Ana. Mi marido también preferiría que me quedara en casa. Pero conozco mi profesión: si paras tres años, cuesta recuperarse; si son cinco, te quedas atrás para siempre.
—Pero son tan pequeños… —suspiró Ana—. Duele dejarlos con extraños. Hasta los tres años, un niño necesita a su madre como el aire.
—No es tan crucial. Lo importante es que la madre se sienta realizada. Si el niño ve a su madre feliz, él también lo estará. Lo demás son detalles.
—No sé… Yo decidí quedarme con Lucas hasta el jardín de infancia. Pablo gana lo suficiente…
—Es tu elección, Ana, pero los hombres se acostumbran rápido a que lo hagas todo. Luego es difícil cambiar. Mi madre vivió así y siempre decía que no debes desaparecer dentro de la familia.
—No pienso ser una carga para Pablo. Cuando Lucas crezca, trabajaré.
Pero la maternidad se alargó. A los cuatro años nació su hija, y las responsabilidades aumentaron. Pablo no ayudaba, convencido de que la crianza era cosa de mujeres; lo suyo era ganar dinero.
Cuando Ana sugirió trabajar media jornada, él se burló:
—¿Estás loca? Tienes casa e hijos. ¿Quiero una esposa agotada? ¿Acaso no te doy todo lo que necesitas?
Cuando la niña empezó el colegio, Ana intentó retomar su carrera. Pero la arquitectura ahora usaba programas en 3D que ella desconocía. Sus antiguos colegas ocupaban puestos directivos; su experiencia ya no servía. En las entrevistas le decían sin rodeos: «Lleva diez años sin trabajar».
Nadie valoraba que Ana se hubiera graduado con honores, trabajado en un estudio prestigioso o participado en grandes proyectos. Todo eso era pasado. Ahora sus hijos daban por sentado su esfuerzo, y su marido, engañándola, sabía que ella no podía hacer nada: ¿adónde iría una ama de casa sin ingresos?
Una vez, Ana intentó avergonzarlo, pero Pablo solo encogió los hombros:
—Tú elegiste esta vida.
***
Mientras, Irene compaginó trabajo y familia. Fue duro; a veces se sentía culpable: «Soy una mala madre». Su marido le reprochaba: «Mi madre lo hacía todo, pero tú priorizas el trabajo».
Tras quince años de matrimonio, él se fue:
—¡Ni siquiera cocinas la cena! Marta, al menos…
—¿Marta, la de recursos humanos? —lo interrumpió Irene—. Hace tiempo que quería preguntarte.
Él calló, avergonzado. Irene continuó tranquila:
—Buena suerte. Solo no olvides la pensión.
—Tu carrera destruyó nuestra familia —Alejandro arrojó las llaves sobre la mesa.
Irene alzó la vista:
—No. Tú la destruiste al negarme ser quien soy.
Tenía cuarenta y cinco años cuando sucedió. No lloró; más bien, sintió alivio. Estaba harta de sus quejas. Si buscaba a alguien «más simple», mejor. Irene era segura de sí misma. No tuvo una carrera espectacular, pero era una profesional valorada. Su hija, aunque a veces se quejaba de sus ausencias, sabía que su madre siempre la apoyaría.
Ana creyó que su dedicación absoluta salvaría su matrimonio. Pero cuando los hijos se fueron a estudiar, Pablo la dejó por su asistente. Al menos le dejó el piso y algo de dinero. Fue entonces cuando llamó a Irene. Y justo ese día, escuchó a esa chica en el autobús: «Mi madre no logró nada». Quiso contestarle: «¿Nada? ¿Y quién te cuidó? ¿Quién hizo posible el éxito de tu padre?». Pero ya no importaba. Los hijos crecieron y se fueron. Ahora, su marido también.
Irene la escuchó en silencio. Sabía que necesitaba desahogarse antes de seguir adelante.
—¡Tenías razón! Debí trabajar, no convertirme en una sirvienta.
—Bueno, mi marido se fue antes, precisamente porque no era suficiente sirvienta —sonrió Irene—. Por cierto, ahora se queja de que su nueva esposa le pide bolsos caros. A mí jamás me compró nada…
—Y los hijos… Con suerte llaman cada dos semanas.
—Entonces están bien. Ahora es tu turno. Una amiga hizo un curso para ser agente inmobiliaria. La edad es una ventaja. Tú eres arquitecta, ¿no? Algo sabes de propiedades. No empiezas de cero. ¿Vas a intentarlo? Te presto el dinero del curso.
—No sé… Me da miedo.
—Más miedo da quedarse sin propósito ni dinero. ¿Vas a lamentarte eternamente? Ya diste todo por ellos. Ahora es tu momento.
Al final, la convenció.
¿Y sabes qué? En un año y medio, Ana vendió su primera casa rural.
Luego, todo mejoró. Su mirada recuperó el brillo. Y conoció a su segundo marido, con quien lleva cinco años feliz. Cuando le preguntaron qué vio en una agente inmobiliaria madura, él respondió: «Valentía para empezar de nuevo».
El día de su segunda boda, Ana e Irene recordaron aquella charla en el parque. Dos madres jóvenes. Dos caminos.
—Las dos ganamos —susurró Ana.
Irene asintió. Y sonrió.