Los logros de mamá
—¿Sabes? Escuché una conversación en el autobús. Una chica le decía a alguien: «Mi padre es un hombre exitoso, pero mi madre no ha logrado nada, es una aburrida». Y pensé… eso se refiere a mí.
Ana estaba en la cocina de Irene, sin intentar contener las lágrimas. Hacía una semana que su marido la había abandonado, y necesitaba desahogar su dolor con alguien.
No eran amigas íntimas, solo vecinas que se frecuentaban. Años atrás, al mudarse al barrio, se conocieron paseando a sus bebés en el parque —los niños tenían la misma edad, vivían en edificios cercanos.
Irene, a diferencia de Ana, volvió a trabajar cuando su hijo cumplió seis meses. Ahora, dieciocho años después, ambas recordaban aquella conversación crucial.
—¿De verdad vas a volver al trabajo? ¿Y quién cuidará del niño? —la voz de Ana mezclaba preocupación y curiosidad.
—Una cuidadora vendrá media jornada —respondió Irene—. Las leyes cambian rápido; si me quedo atrás, mi jefe contratará a otro contable. Además, no quiero perder este puesto. Luego es difícil encontrar un buen empleo.
—Mi Jorge dice que debo quedarme con Javier. Que la carrera puede esperar…
—La carrera no espera a nadie, Ana. Mi marido también preferiría que me quedase en casa. Pero conozco mi profesión: si dejas pasar tres años, costará recuperar el ritmo, y si son cinco, te quedas atrás para siempre.
—Pero son tan pequeños aún —suspiró Ana—. Duele dejar al niño con una extraña. Hasta los tres años, un bebé necesita a su madre como el aire. Todos los expertos lo dicen.
—No creo que sea tan grave. Lo importante es que la madre tenga una vida que la motive. Si el niño ve que su mamá es feliz, él también lo será. Lo demás son detalles.
—No sé… Yo decidí quedarme con Javier hasta el jardín de infancia. Jorge gana suficiente…
—Eso está bien, Ana, pero los hombres se acostumbran rápido a que les resuelvan todo. Luego no hay marcha atrás. Mi madre vivió así y siempre decía que no hay que desaparecer dentro de la familia.
—No pienso vivir a costa de Jorge. Cuando Javier crezca, trabajaré.
Pero el permiso maternal se alargó. A los cuatro años, Ana tuvo una niña, y las responsabilidades aumentaron. Su marido no ayudaba, convencido de que la crianza era cosa de mujeres; su rol era ganar dinero.
Cuando ella mencionó trabajar media jornada, él se burló:
—¿Estás loca? Tienes casa e hijos. ¿Para qué quiero una mujer agotada? ¿Acaso no te mantengo bien?
Cuando la pequeña empezó el colegio, Ana intentó retomar su profesión. Pero en arquitectura ahora usaban programas 3D que ella desconocía. Sus antiguos colegas habían ascendido, su experiencia estaba obsoleta. En las entrevistas le decían sin rodeos: «Lleva diez años sin ejercer».
A nadie le importaba que Ana se hubiese graduado con honores, trabajado en una firma prestigiosa hasta los 28 o participado en grandes proyectos. Eso era pasado. Ahora veía que sus hijos daban por sentado su sacrificio, sin valorarlo. Su marido, mientras, la engañaba impunemente —¿adónde iría una mujer sin ingresos?
Una vez intentó reprocharle, pero Jorge se encogió de hombros:
—Tú elegiste esta vida.
***
Irene, en cambio, compaginó carrera y maternidad. Fue duro; a veces la invadía la culpa: «Soy mala madre». Su marido le reprochaba: «Mi madre lo hacía todo, pero tú priorizas el trabajo».
Tras quince años de matrimonio, él se marchó:
—¡Ni siquiera cocinas la cena! Elena al menos…
—¿Elena, la de Recursos Humanos? —lo interrumpió Irene—. Hace tiempo que quería preguntarte.
Él calló, avergonzado. Irene continuó tranquila:
—Buena suerte. Solo no olvides la pensión.
—Fue tu carrera la que arruinó esta familia —Alejandro arrojó las llaves al suelo.
—No —respondió ella, alzando la cabeza—. Tú la arruinaste al negarme ser quien soy.
Tenía 45 años cuando ocurrió. El divorcio no la hundió; más bien, la liberó. Estaba harta de sus quejas. Si él buscaba a alguien «más sencilla», mejor. Irene era segura de sí misma. No había alcanzado la cima, pero era una profesional respetada y su sueldo mantenía a la familia. Su hija, aunque a veces le molestaba que faltase a actos escolares, sabía que su madre siempre la apoyaría.
Ana creyó que sacrificarlo todo había salvado su matrimonio. Pero cuando los hijos se fueron a estudiar, Jorge se marchó con su asistente. Al menos le dejó el piso y dinero. Fue entonces cuando llamó a Irene. Y, como si el destino lo planease, escuchó a esa chica en el autobús: «Mi madre no logró nada». Le habría gustado preguntarle: «¿Nada? ¿Y tú? ¿Quién te cuidó para que fueses así de lista? ¿Y el éxito de tu padre? ¿No es también mérito de tu madre?». Pero ¿de qué serviría? Los hijos crecen y se van. Y ahora su marido también…
Irene la escuchó en silencio. Sabía que necesitaba desahogarse, llorar sus miedos. Solo así podría seguir adelante.
Cuando Ana admitió:
—¡Tenías razón! Debí trabajar, no convertirme en una criada.
—No exageres. A mí mi marido me dejó antes, precisamente porque no fui sumisa. Por cierto, ahora se queja de que su nueva esposa le pide bolsos caros. A mí jamás me compró nada…
—Y los niños… Con suerte llaman cada dos semanas.
—¡Eso es maravilloso! Significa que están bien y tú puedes dedicarte a ti. Oye, una amiga hizo un curso de agente inmobiliaria. La edad no es obstáculo ahí, sino ventaja. Tú eres arquitecta, ¿no? Algo sabes de propiedades. Ya tienes base. ¿Te animas? Hasta te presto el dinero del curso.
—No sé… Da miedo empezar de nuevo.
—Más miedo da sufrir sin rumbo ni dinero. ¿Vas a quedarte mirando atrás? Ya diste todo lo que podías. Basta. Y como agente, si te va bien, tendrás clientes interesantes. Hasta podrías conocer a alguien…
—¡Gracias, pero no quiero más maridos!
—Ja, a mí me encanta estar casada conmigo misma.
Al final, la convenció.
¿Y sabes qué? En año y medio, Ana vendió su primera casa en la sierra.
Luego, todo mejoró. Su mirada recuperó el brillo. Y un día conoció a su segundo marido, con quien lleva cinco años feliz. Cuando le preguntaron «¿Qué ves en una agente inmobiliaria madura?», él respondió: «Valor para empezar de cero».
El día de su segunda boda, Ana e Irene recordaron aquel encuentro en el parque. Dos madres jóvenes. Dos cochecitos. Dos caminos.
—Ambas ganamos —susurró Ana.
Irene asintió.