Hoy logré pisar tierra firme.
“Hijo, que Dios te acompañe y mucha suerte en los exámenes”, dijo Marina esa mañana, con el corazón apretado, mientras despedía a su único hijo, Adrián, quien partía hacia la universidad.
Tenía que viajar a otra ciudad para presentarse a las pruebas de acceso. Lo animó, le preparó el desayuno y lo dejó marchar para que conquistara nuevas metas.
“Gracias, mamá, no te preocupes, todo irá bien. Aunque lo del presupuesto público difícil”, murmuró Adrián antes de que la puerta se cerrara tras él. Su marido, Antonio, ya había salido hacia el trabajo.
Marina y Antonio llevaban veintidós años juntos. En ese tiempo, habían criado a Adrián, un buen chico, y estaban seguros de que la vida le deparaba solo lo mejor. Creció sin carencias, viajó con ellos, estuvo rodeado de amor. Adrián tampoco dio problemas: serio, responsable, tranquilo.
Cuando era pequeño, Marina y Antonio trabajaban sin descanso, dejándolo al cuidado de su abuela. Así empezaron su pequeño negocio. Ella vendía en el mercadillo hasta que, con el tiempo, las cosas mejoraron y hubo dinero de sobra.
“Marina, ya basta de estar en el mercado. Quédate en casa, ocúpate del hogar”, le dijo Antonio un día.
“Pero quiero que no nos falte nada, por eso debo ayudarte”, replicó ella. “Y quedarme en casa qué aburrimiento.”
“Sabes cómo pienso: la mujer cuida el hogar, el hombre trabaja. Siempre lo compartiste”, insistió él.
A Marina le enseñaron desde niña que el papel de la esposa era obedecer y mantener la familia unida. ¿Qué podía decir? No tenía motivos para negarse. El negocio iba bien, la retaguardia asegurada.
“Nuestro piso, recién hipotecado, necesita atención, y Adrián pronto entrará en el colegio.”
“Tienes razón, Antonio. Es hora de hacer nuestro nido. Siempre hablas con sensatez”, sonrió ella.
En el fondo, a Marina le gustaba tomar decisiones, ser activa. Habían empezado juntos, pero aceptó su papel: ama de casa, guardiana del hogar. Aun así, seguía apoyando a Antonio con la contabilidad, justificando así su carrera en economía.
“Marina, ¿qué te parece comprar una casa en el campo?”, propuso él tiempo después. “Tenemos coche, no será problema ir los fines de semana. Respirar aire fresco lejos del bullicio.”
“¡Vaya, Antonio, estás leyendo mis pensamientos!”, exclamó ella.
Pasaron años de tranquilidad hasta aquella mañana en que Adrián salió para los exámenes. Marina decidió hornear un pastel para calmar los nervios. Sacó harina del armario.
“Adrián aprobará, aunque sea en privada. En el instituto no le fue mal”, pensó. De pronto, la puerta se abrió. “¿Adrián? ¿Olvidó algo?” Pero era Antonio.
“¿Qué haces aquí? ¿No debías estar en el trabajo?”, preguntó ella, confundida.
“¿No ibas a ver a tu madre? Dijiste que estaba enferma.”, evitando su mirada.
“Iré después. Adrián acaba de salir, quería hacer un pastel estoy nerviosa.”
Antonio calló un momento.
“Mejor así. He venido a decírtelo de una vez. Me voy. Hay otra mujer. Presentaré el divorcio. Solo he venido a recoger mis cosas.”
El mundo de Marina se desmoronó. Balbuceó palabras incoherentes mientras él llenaba la maleta. El aire se volvió irrespirable.
“¿Y Adrián? No podemos hacerle esto ahora, con los exámenes. Espera, al menos.”
“¿Adrián? No debe estudiar este año. Si entra en privada, no pienso pagarla. Que trabaje o vaya al servicio militar.”, dijo él, frío, como si fuera algo pactado.
“¡Es tu hijo! Apóyalo.”
“No dramatices, Marina. Esto ya está decidido.” Y se fue, cerrando la puerta.
El silencio fue ensordecedor. Solo una pregunta resonaba:
“¿Qué será de Adrián? No le diré nada hasta después de los exámenes. Diré que su padre está de viaje.”
Marina estaba destrozada. Más tarde descubriría que Antonio había traspasado sus bienes, incluida la mitad del piso, a su madre meses atrás.
“Así que esto era. Le creí, y él me traicionó. Y ni siquiera lo sospeché.”
Adrián regresó. Como esperaban, entró en la universidad privada. Al llegar, sintió que algo andaba mal.
“Adrián, tu padre nos ha dejado. No pagará tus estudios.”
Él no lo creyó hasta que llamó a Antonio, quien confirmó todo. Adrián, tras un largo silencio, habló:
“Mamá, no te preocupes. Nos las arreglaremos. Olvídate de ese traidor. Me cambiaré a distancia y buscaré trabajo. Viviremos sin él.”
Marina se sorprendió de su serenidad. Envidió su fortaleza.
“Llora hoy, pero mañana será otro día, con nuevos problemas.”
Al día siguiente, Adrián fue a gestionar su cambio de modalidad. Consiguió trabajo como repartidor. Marina buscó empleo. Sin experiencia reciente, acabó en una floristería cerca de casa.
“Tras el divorcio, Antonio me dará mi parte. El negocio es de los dos.”
Antonio volvió unas veces por sus cosas, llevándose un baúl antiguo y una mesita. Pero Marina cambió la cerradura.
Un año después, recibió el dinero. Seguía en la floristería, hasta que la dueña, enferma de cáncer, le ofreció venderle el local.
“Marina, no puedo seguir. Mi hijo no lo quiere. ¿Te interesa comprarlo?”
Adrián la animó, y lo compró.
Tres años después de la marcha de Antonio, la vida de Marina florecía. Una primavera, sintió un ánimo renovado, como si el aire trajera cambios. En la tienda, un hombre entró buscando un ramo para su hija.
“Mi esposa murió joven. Ahora debo ocuparme de estos detalles.”
Marina le ayudó. Sus ojos cafés, llenos de melancolía, la conmovieron. Esa noche, al cerrar, él la esperó con rosas.
“Perdone la osadía. Quería regalarle esto.”
Ella rio. “¿Cómo supo que me gustan las rosas?”
“¿Puedo acompañarla?”
Caminaron como viejos amigos. Él, Jorge, era cardiólogo.
“Controlaré sus latidos”, bromeó.
Marina sintió una calidez que no conocía desde hacía años. La desconfianza se esfumó.
Por fin, tras años de caminar sobre arenas movedizas, pisaba tierra firme.
Cuatro meses después, se casaron discretamente. Se mudó a su casa en el campo, cerca de un lago. Adrián también formó familia.
Y Marina, cada día, da gracias por su nueva vida.