Lo siento por la espera…

**Perdón por haber tardado tanto…**

Javier llevaba años sin volver a casa. Los primeros dos años, mientras estudiaba en la universidad de otra ciudad, todavía venía en vacaciones. Su madre, claro, lo recibía con comidas abundantes, todo lo que más le gustaba. Tras hartarse, a los tres o cuatro días empezaba a aburrirse. Sus amigos se habían marchado del pueblo, no había nada que hacer.

El pueblo era pequeño, conocido hasta el último rincón. Podías recorrerlo entero en un par de horas. Después de dormir la resaca y pasar otra semana sin rumbo, empezaba a querer volver a la ciudad.

Su madre le rogaba que se quedara unos días más, pero él inventaba excusas y se iba con el corazón ligero. La gran ciudad lo llamaba. Allí no morirías de aburrimiento, allí había vida. Había hecho nuevos amigos, mientras que en el pueblo… solo frío y silencio.

En tercer curso empezó a trabajar en un restaurante de comida rápida. Turnos de noche, hasta el cierre, justo cuando llegaba la juventud. Le gustaba esa vida. Y el dinero nunca sobraba. Con la beca no llegaba, pero rechazó el apoyo de su madre con orgullo. Ella llamaba, le pedía que volviera al menos por Navidad. Él prometía, aunque en el restaurante era temporada alta.

Pasaron las fiestas, empezaron las clases. El viaje a casa lo pospuso para el verano. Pero cuando llegó el calor, pasó a jornada completa. La vida en la gran ciudad absorbía el tiempo sin que se diera cuenta. De repente, ya tenía el título en la mano. Se despidió de sus compañeros con fiestas que duraron días. ¿Quién sabía cuándo volverían a verse?

Entonces un amigo le propuso trabajar en Túnez.

—Vente conmigo. Cumples con todo lo que piden. Pero tienes que decidirlo ya, hay que preparar papeles. El tipo que iba conmigo se echó atrás; su novia está embarazada, se casa. Así que, ¿te animas? Te va a encantar. Contrato de un año. Sabes inglés decentemente, y el árabe lo aprenderás allí.

Hay que ver el mundo mientras somos jóvenes. Luego vendrán trabajos, matrimonios, niños, viajes al extranjero una vez cada tres años… Baila mientras puedas, chaval —canturreó el amigo desafinando.

Javier aceptó. Días de prisas, médicos, documentos. La víspera del viaje, llamó a su madre. Le prometió con culpabilidad que volvería en un año y que entonces iría a verla.

—¿Cómo, hijo mío? ¡¿Te vas un año entero?! Aunque fuera un día, aunque fuera unas horas. Ya casi no recuerdo tu cara —suplicaba su madre.

—Lo siento. Mañana vuelo, ya tengo los billetes. No puedo dejar tirado a mi amigo ni a la empresa. Bueno, mamá, te quiero, llamaré…

En Túnez vivían en el hotel, comían allí. Quien quería, se buscaba un piso. Ahorraban, no gastaban mucho. Hicieron de todo, hasta de camareros. No podías relajarte, las multas por cualquier error eran duras. Pero a Javier le gustó.

Regresó tres años después. Compró un piso con hipoteca, encontró trabajo. Llamaba a su madre, pero siempre con prisa. Prometía ir a verla, cuando terminara unos asuntos. Pero unos asuntos sucedían a otros.

Un fin de semana, salió de fiesta con un amigo. Bebieron, bailaron, se divirtieron. Javier despertó en su cama con una chica. Ni siquiera sabía si era guapa. Una mecha de pelo oscuro le tapaba la cara. No se atrevió a apartarla, por no despertarla. No recordaba su nombre, ni cómo había llegado a su casa.

Con cuidado, salió de la cama y fue a la cocina. Bebió agua del grifo y se metió en la ducha. Permaneció bajo el chorro caliente, pensando en cómo echarla sin dramas.

Pero cuando salió, limpio y casi sobrio, ella ya estaba en la cocina. Por suerte, era guapa. Llevaba puesta su camisa sobre el cuerpo desnudo, dejando ver unas piernas esbeltas. Estaba tan impresionante que Javier olvidó que iba a echarla. Olía a café recién hecho, y en la mesa había queso cortado fino.

—Perdona, pero no había mucho más en la nevera —le sonrió.

Tras el café, volvieron a la cama…

La chica se llamaba Lola. Javier dudaba que fuera su nombre real, pero no preguntó. ¿Qué más daba? Lo importante era que no ponía condiciones. Se quedó un mes.

Le gustaba, pero solo físicamente. ¿Qué más necesitaba un chico joven? Era divertida, fácil. No sabía ni le gustaba cocinar, así que pedían pizza o salían.

En ese mes, Javier no durmió bien ni una noche. Lola no trabajaba. Decía que “se buscaba a sí misma”. Él salía por la mañana, ella seguía durmiendo. Por la noche, lo arrastraba de fiesta, donde bebían hasta tarde.

El cansancio y la irritabilidad crecían. Sabía que esa vida no le convenía. Su jefe lo miraba con recelo. Y sobre Lola, no se hacía ilusiones: vivía de tíos que pagaban por su cuerpo. Era hora de terminar con el descontrol antes de perder el trabajo. El dinero se esfumaba. Pero no podía echarla a la calle.

No se le ocurrió mejor idea que huir a su pueblo ese fin de semana para pensar, esperando que Lola entendiera y se fuera sola. Compró regalos para su madre y, desde la estación, llamó a Lola para decirle que se iba a casa, sin saber cuándo volvería.

—¿Y yo qué? —preguntó ella, alargando las palabras con tono ofendido.

Javier la imaginó en el sofá, piernas largas estiradas, bata corta, móvil en mano. Pero la imagen ya no le provocaba nada.

—Haz lo que quieras —dijo, y colgó.

Todo el viaje pensó en llegar, tocar el timbre, escuchar los pasos tras la puerta, ver a su madre abrir los brazos para abrazarlo…

Sentía un poco de vergüenza por no llamar más, por no visitarla. Tenía derecho a estar enfadada. Su padre había muerto cuando él tenía quince. Su madre era joven, podría haber rehecho su vida. ¿Y si al llegar había un hombre nuevo en la mesa? Apartó esos pensamientos.

Subió las escaleras conteniendo las ganas de saltar peldaños como cuando era niño. Hacía tanto tiempo… Se detuvo frente a la puerta y aguzó el oído. Silencio. ¿Y si…? No, tonterías, su madre estaba bien. Apretó el timbre con decisión.

Se escuchó el campanillo. Pero no llegaron pasos. El pestillo sonó, y la puerta se abrió unos centímetros. Una niña de unos siete años, ojos grandes, trenzas finas y un oso de peluche abrazado, lo miraba.

—¿A quién busca? —preguntó seria.

—Hola. ¿Hay algún adulto en casa?

La niña lo miró sorprendida. Javier entendió su error: ella se consideraba mayor para atender visitas.

—¿Con quién quiere hablar? —preguntó con cautela.

—¿No te han enseñado que no se abre la puerta a desconocidos? —replicó él.

—Pensé que era la abuela —explicó la niña.

—¿La abuela? ¿Te refieres a la abuela Carmen? —preguntó Javier.

—No es “la abuela”, es *mi abuela* —respondió, y empezó a cerrar la puerta.

—Eh, yo no soy un extraño. Esta es mi casa —dijo rápido antes de que cerrara.

—No es verdad. Es la casa de la abuela Carmen y mía y de mamá.

En ese momento, un grito ahogado, algo que caJavier sintió el corazón latir con fuerza cuando, al girarse, vio a su madre en el rellano, con los ojos llenos de lágrimas y una bolsa de la compra caída a sus pies, las manzanas rodando por las escaleras como recuerdos desordenados de un tiempo que ya no volvería.

Rate article
MagistrUm
Lo siento por la espera…