Lo rescaté de un mundo, pero encontró otro. Mi regalo de despedida lo destruyó todo.

Lo saqué de aquel mundo, y él encontró otro. Pero mi regalo de despedida los arruinó a todos.
—Me voy de tu lado, Ana.

Esas palabras, dichas con una voz fría y ajena, cortaron la calma acogedora de la noche como un cuchillo.

El tenedor se le escapó de los dedos debilitados y tintineó contra el plato. La mesa que había preparado con esmero durante horas, las velas… todo se convirtió de repente en una decoración absurda y cruel.

—¿Qué?… ¿Qué dices? Sergio, ¿cómo que te vas? —Su voz se quebró—. Hemos pasado por tanto… y hoy es nuestro aniversario…

Quería que esta noche fuera especial —diez años de matrimonio—. Solo para ellos dos. Una velada que simbolizara que lo peor ya había quedado atrás.

Después del accidente, su marido, Sergio, cambió. Se volvió callado, distante. Ana lo atribuyó a la lenta recuperación. Creía que su amor y cuidados derretirían ese hielo.

Pero ahora él no la miraba. Miraba a su madre, que acababa de irrumpir en su casa sin invitación.

Avelina Pétrovna, su suegra, irradiaba satisfacción. Vestida como para una fiesta, con labios pintados de rojo intenso, se acercó y posó una mano protectora sobre el hombro de su hijo. No había venido de visita. Había venido a ejecutar una sentencia.

—¡Justo hoy, el aniversario! —Su voz goteaba veneno—. ¡Es hora de terminar con esta farsa! Siempre supe que mi hijo merece una mujer a su altura, no una cuidadora-sirvienta.

El corazón de Ana se detuvo por un segundo. “Cuidadora-sirvienta”… ¿Era eso lo que ella era?

—¡Y ya la encontré! —anunció solemnemente Avelina, ignorando a su nuera petrificada—. ¡La hija de mi mejor amiga, Irene! Lista, hermosa, con un piso en el centro de Madrid. ¡No le recordará a mi hijo sopas recalentadas!

Resulta que todo estaba decidido. Mientras ella luchaba por su vida, ellos organizaban citas a escondidas. Buscaban su reemplazo. Como si fuera un objeto desechable.

Sergio asentía, coincidiendo con cada palabra de su madre. En sus ojos no había culpa ni remordimiento. Solo un desdén frío y cansado.

—Entiéndelo, Ana. Cuando estaba en el hospital, indefenso… eras necesaria. Pero ahora estoy recuperado. Necesito una mujer que me inspire, no que me recuerde mi debilidad.

Era el final. Absoluto. Inapelable. Una condena dictada por dos personas cercanas y ejecutada en el aniversario de su boda.

Como en una película muda, los últimos meses pasaron ante los ojos de Ana. No había sido vida. Había sido supervivencia.

Recordaba aquella llamada. La voz burocrática al otro lado del teléfono que marcó el inicio de su infierno personal: “Su marido ha sufrido un accidente. Está en la UVI”.

Luego vinieron los hospitales. Pasillos interminables que olían a cloro y desesperación. Y la primera conversación con el cirujano, canoso y exhausto, que se quitó la mascarilla y se frotó el puente de la nariz.

—El estado es grave pero estable —dijo, mirando más allá de ella—. Hicimos lo posible. El pronóstico… es incierto. Depende de los cuidados. Y de su voluntad de vivir.

“Los cuidados”. Esa frase se convirtió en su condena y, a la vez, en su misión.

El dinero de su cuenta bancaria se esfumó como nieve en marzo. En el despacho del director del hospital, le explicaron, con cortesía pero firmeza, que las terapias gratuitas habían terminado. La rehabilitación real requería dinero. Mucho dinero.

Ese mismo día fue al Monte de Piedad. Se quitó los pendientes de oro, el último regalo de su difunta madre. El hombre tras el mostrador los sopesó en su mano.

—Segura, señorita? Son un recuerdo… —dijo, sin demasiada empatía.

—Los recuerdos no lo van a poner de pie —contestó ella, agarrando los billetes arrugados.

Luego vendió el collar, el brazalete y, al final, el fino anillo de bodas, que tuvo que arrancarse casi de la piel.

Cuando no quedó nada más que vender, tomó un segundo trabajo. De día, dependienta en una tienda sofocante; de noche, auxiliar en una clínica. Dormía tres o cuatro horas al día, aprendió a cabecear en el autobús.

Avelina visitaba una vez por semana. No para ayudar, sino para fiscalizar.

—¿Por qué está tan pálido? ¡Ni siquiera lo alimentas! —le sis

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Lo rescaté de un mundo, pero encontró otro. Mi regalo de despedida lo destruyó todo.