Lo que es tuyo, siempre será tuyo

Todo lo que es tuyo permanecerá contigo

“Segunda semana que comes sin apetito, ¿te habrás enamorado, Leticia?” preguntaba Antonia, la asistenta.

“Sí, me gusta un chico, pero no parece fijarse mucho en mí,” confesó Leti con sinceridad. “También es estudiante, pero en otra clase. No sé cómo llamar su atención.”

“No hagas nada, no está bien que las chicas vayan detrás de los chicos. En mis tiempos…”

“Ay, tía Antonia, otra vez con lo de ‘en mis tiempos’. Ahora la vida es distinta,” replicó Leti, terminando su desayuno. “Bueno, me voy, hoy no puedo llegar tarde a la universidad. Ese profesor cascarrabias capaz ni me deja entrar.”

“Vete, vete,” murmuró Antonia, haciéndole la señal de la cruz antes de cerrar la puerta.

Leti había nacido en una familia acomodada, nunca le faltó nada. La sabiduría le venía de Antonia, la hermana mayor de su madre, que también hacía de asistenta. Los adultos la llamaban Toña, pero Leti le decía tía Antonia.

Toña tenía su propia historia. Se casó en el pueblo con un hombre trabajador y bueno, Francisco, pero solo vivieron juntos poco más de un año. Él era guardabosques y, al parecer, se ahogó en un pantano. Lo buscaron mucho tiempo, pero nunca lo encontraron. Quedó sola, sin hijos.

El dolor casi la llevó a un convento, pero al final cambió de idea.

“¿Qué monja voy a ser? Soy joven aún, capaz de mentir y soltar alguna palabrota.” Así que se quedó en el pueblo con sus padres.

Su hermana pequeña, Marisa, se casó y se mudó a la ciudad. Tuvo suerte: su marido, cinco años mayor, ya tenía un buen cargo en el ayuntamiento. Con el tiempo, construyeron una casa enorme y nació Leti. Fue entonces cuando Marisa le propuso a Antonia mudarse con ellos.

“Toña, ven con nosotras. Con el trabajo, necesitamos ayuda para cuidar a Leti, cocinar… en fin, echarnos una mano en casa.”

“Ay, Marisa, ¡con gusto! Mi Paco era un santo, pero aquí me consumo de pena. No quiero volver a casarme, lo echo de menos. Claro que iré, me encargaré de todo. La casa es enorme.”

Y así, Antonia se mudó a la ciudad. Cocinar era su alegría; todos adoraban sus guisos. No pensaba en matrimonio, apenas salía, solo al mercado y de vuelta. Plantaba flores y cuidaba los arbustos del jardín.

Quería a Leti como a una hija, pues pasaba más tiempo con ella que con nadie. La llevaba al colegio, la recogía. Vivían bien: Leti tenía los mejores juguetes, vestidos bonitos. Nunca tuvo que limpiar ni calentar la comida. Todo lo hacía Antonia, dulce y mullida como un cojín.

A veces le enseñaba a Leti los secretos del hogar.

“Acostúmbrate al trabajo, niña,” le decía con bondad. “La vida da vueltas. Hoy estamos bien, mañana quién sabe. Aprender a cocinar es tu mejor baza. Cuando una mujer pone alma en su cocina, hechiza a los hombres. Cada cocinera tiene sus trucos.”

“¿Tú también?” preguntó Leti.

“Claro que sí, ¿no lo ves?”

Leti se enamoró de Adrián, un chico guapo que, aunque ella creía que no la miraba, sí lo hacía. En la universidad todos sabían de qué familia venía cada uno. Adrián, alto y simpático, era de familia humilde, criado solo por su madre.

Nadie en casa lo notó, ocupados como estaban, menos Antonia. Un día, Leti llegó radiante:

“¡Se derritió el hielo! Hoy Adrián me invitó a un helado después de clase.”

“Qué pillo, sabe que a las chicas nos gusta el dulce,” sonrió Antonia. “¿Y ahora qué?”

“Pues que saldremos juntos,” rió Leti.

“Cosas de jóvenes. Pero tráemelo, que yo lo vea. Te diré si te conviene o no.”

“Vale, cuando lleve un tiempo, lo invitaré,” prometió Leti.

Tiempo después, Adrián fue a su casa. Antonia los atendió, observándolo sin que él lo notara. Al irse, Leti saltó de alegría:

“¿Qué te pareció Adrián? ¿Verdad que es genial?”

“Bonito es,” respondió Antonia con calma, “pero no para ti. Tiene el alma negra. En cuanto vio la casa, se le encendieron los ojos. Miraba con envidia. Te lo digo yo…”

“Ay, tía Antonia, ¡siempre igual! Es mi vida, ¿no?” Leti se enfadó y subió a su habitación.

Antonia se preocupaba.

“Que tropiece, pues. Pero no quiero verla llorar después.”

Y tenía razón. Cuatro meses duró el idilio. Un día, faltó un anillo de oro de Leti. Solo Adrián había estado en casa.

No se lo dijo a sus padres, pero sí a Antonia.

“¿Ves? Él fue. Hay que denunciarlo.”

“No, por favor. Que no lo sepan mis padres. Será nuestro secreto. Con Adrián… ya entendí todo.”

Leti le preguntó a Adrián:

“Sé que tomaste mi anillo. No hay nadie más…”

“¿Estás loca?” se indignó. “¿Para qué lo querría yo? ¡Vete al diablo!”

Se acabó todo. Antonia la consoló, satisfecha de haberlo visto claro desde el principio.

Leti estaba en penúltimo año cuando conoció a Ramón en el cumpleaños de su amiga Lucía. Se gustaron y empezaron a salir.

“Leti, no lo invites a tu casa. Así verás si es interesado o te quiere de verdad. Si quieres, quedad en mi piso, vivo sola.”

“Buena idea, Lucía. Gracias.”

Tres meses salieron. Ramón, que ya trabajaba, la llevaba al teatro, a conciertos, le regalaba flores. Leti se derretía, y Antonia insistió en conocerlo.

Lo invitó a comer con sus padres. Ramón llegó con flores para todos. A ellos les cayó bien, pero Antonia…

“No me gusta,” sentenció. “No es sincero. Habla sin mirar a los ojos, se mueve nervioso. Tiene mal genio.”

“¡Tía Antonia, por Dios! Nunca nos hemos peleado. Ramón es tranquilo, no haría daño ni a una mosca.”

Pero entonces ocurrió lo impensable. Sus padres murieron en un accidente de coche. Antonia, destrozada, necesitó atención médica. Leti, perdida en el dolor, apenas recordaba los días siguientes.

Tras el funeral, sentadas en casa, Antonia le dijo:

“Leti, no te dejaré nunca. Todo lo que es tuyo, permanecerá contigo.”

“Lo sé, tía. Esta casa también es tuya.”

Pasó el tiempo. Un día, en un café, Ramón salió a responder una llamada. Leti lo siguió y lo oyó decir:

“Si vieras su casa… Ahora está sola, solo queda la abuela. Quiero pedirle matrimonio pronto. Hay que asegurar esto.”

Leti, como si la quemaran, salió corriendo. Ramón la siguió, pero ella tomó un autobús.

En casa, lloró. Antonia la consoló.

“Tía, ¿es que no puedo ser querida sin más?”

“Claro que sí, ya llegará alguien. Pero la riqueza ciega. La próxima vez, finge no tener nada.”

Leti se graduó y entró a trabajar en la oficina de Esteban, amigo de su padre. Allí conoció a Salvador, un joven tímido e inteligente. Esteban lo elogiaba:

“Salvador es de fiar. Cumple todo con creatividad y puntualidad. Será jefe de departamento.”

Salvador tardó en animarse,

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