Lo que es tuyo siempre será tuyo

En un pequeño pueblo rodeado de montañas sombrías y campos grises, donde el otoño olía a humedad y melancolía, la vida transcurría lenta, como un río en la llanura. En una casa a las afueras, hundida en la sombra de viejos tilos, vivía Lucía. Su vida parecía un cuento de hadas: padres adinerados, una mansión espaciosa y su tía Carmen, quien había sido como una segunda madre para ella. Pero tras esa aparente calma se escondía una sombra lista para romperlo todo.

—Llevas dos semanas jugando con la comida, ¿estás enamorada o qué, Lucita?— preguntó Carmen, secándose las manos en el delantal.

—Bueno, hay un chico— admitió Lucía, ruborizada—. Estudia en otra facultad, es guapisimo, pero como si no me viera. No sé cómo acercarme.

—¡Ni se te ocurra ir detrás de él!— frunció el ceño Carmen—. A una mujer no le corresponde perseguir a un hombre. En mis tiempos…

—Ay, tía Carpa, ¡no empieces con tus tiempos!— se rio Lucía, terminando el desayuno—. Bueno, me voy, hoy no puedo llegar tarde. El profesor es estricto, me echa de clase.

—Vete, vete— Carmen la persignó y cerró la puerta, suspirando con preocupación.

Lucía creció sin carencias, mimada por sus padres, aunque ellos, ocupados en sus carreras, dejaron su crianza en manos de Carmen, la hermana mayor de su madre. Todos la llamaban Carmen López, pero para Lucía era “tía Carpa”. Era cariñosa pero firme, enseñándole lecciones de vida como si intuyera que el destino no siempre sería amable.

Carmen guardaba su propio dolor. En su juventud, en el pueblo, se casó con un guardabosques llamado Gregorio. El amor duró poco: un año después, él desapareció. Decían que se ahogó en un pantano. Lo buscaron, pero nunca lo encontraron. Carmen se quedó sola, sin marido ni hijos. Pensó en irse a un convento, pero desistió: “¿Qué monja voy a ser? Todavía joven, y además no muerdo la lengua”. Se quedó en el pueblo hasta que su hermana Lydia la llamó a la ciudad.

—Carmen, ven con nosotras— insistió Lydia—. Con el trabajo, necesitamos que cuides a Lucía y ayudes en casa.

—¡Ay, Lidia, con mucho gusto!— respondió Carmen—. Gregorio era un buen hombre, ya lloré todo lo que tenía que llorar. Me da miedo consumirme de pena aquí. No quiero volver a casarme. Iré, me encargaré de todo.

Así, Carmen se convirtió en parte de la familia, llamándose a sí misma la ama de llaves. Cocinaba con amor, cuidaba el jardín, plantaba flores. Lucía era como una hija para ella. La llevaba al colegio, le compraba juguetes, le cosía vestidos. La casa rebosaba calidez, pero Carmen le enseñaba: “Acostúmbrate al trabajo, Lucita. Hoy tienes de todo, ¿pero mañana? Aprende a cocinar, es el as bajo la manga de una mujer. Si cocinas con cariño, atraes al hombre indicado”.

—¿Y tú tienes tus secretos?— preguntaba Lucía, curiosa.

—¡Claro! Cada cocinera guarda los suyos— sonrió Carmen.

Lucía se enamoró de David, un chico alto de otra facultad. Creía que no la notaba, pero se equivocaba. En la universidad todos sabían que Lucía era de familia acomodada. David, hijo de una madre soltera, era encantador pero humilde. Carmen sospechó lo peor cuando Lucía llegó radiante a casa.

—¡Tía Carpa, al fin me vio!— exclamó—. Salimos después de clase, me invitó a un helado.

—Listillo, sabe que a las chicas les gusta lo dulce— murmuró Carmen—. Tráelo, quiero conocerlo.

Un mes después, David visitó la casa. Carmen los atendió, observando al invitado. Cuando se fue, Lucía saltó: “¿Y? ¿No es genial?”

—Bien parecido— respondió secamente Carmen—. Pero no para ti. Tiene ojos codiciosos, nada más entrar lo escudriñó todo. Hay envidia en él, Lucita. No es tu pareja.

—¡Ay, tía Carpa, qué cosas dices!— se ofendió Lucía—. Es mi decisión, ¿no?

Carmen suspiró, preocupada. “Que ame— pensó—. AprendAprendió así que lo que realmente es tuyo, tarde o temprano, siempre vuelve a ti.

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Lo que es tuyo siempre será tuyo