Lo que el destino ha escrito

**Así lo quiso el destino**

Antonio, un hombre ya entrado en años, había perdido a su esposa hacía cinco años tras una larga y dolorosa enfermedad. Juntos lucharon contra aquel mal, pero al final ella partió de este mundo.

A los cuarenta y ocho, Antonio se quedó viudo, sumido en la soledad, sin siquiera considerar volver a casarse, aunque familiares y conocidos le insistían:

—Eres un hombre joven todavía, encuentra una mujer y sé feliz.

—No encontraré otra como ella—respondía él—. Puede que haya mejores o peores, pero como ella, no habrá otra.

Su hermano pequeño, Javier, vivía en otro barrio. La diferencia de edad entre ellos era grande, casi quince años. Su madre no pudo tener otro hijo hasta mucho después, cuando ya casi no esperaba, y nació Javier. Los hermanos se querían mucho; Antonio, siendo mayor, ayudó a criarlo, y el pequeño Javier lo seguía a todas partes como una sombra.

Sus padres fallecieron cuando Javier tenía veintiún años, y Antonio lo apoyó hasta que terminó sus estudios y se casó. Pero el destino quiso que, casi al mismo tiempo, Antonio perdiera a su esposa y Javier se separara de la suya.

Todas las noches, Antonio daba un paseo por el parque cerca de su casa. Era una costumbre de años, algo que hacía con su esposa cuando tenían tiempo. Aquella tarde, caminaba despacio hacia el estanque donde nadaban patos y hasta algún ganso que venía de las casas cercanas.

Al regresar, vio a una joven sentada en un banco, secándose las lágrimas. No pudo evitar acercarse.

—Buenas noches, ¿necesitas ayuda? ¿Te ha pasado algo?

Ella alzó la mirada, triste.

—Nadie puede ayudarme. Gracias, pero no sé adónde ir ahora…

Antonio se sentó a su lado.

—¿Cómo que no sabes? Tienes que venir de algún sitio. ¿Cómo te llamas?

—Mi madre me echó de casa. Ahora su piso está lleno de amigos suyos. Ya no tengo lugar allí, y además les tengo miedo… Me llamo Lucía.

—Bueno, Lucía, cuéntame todo con calma. Pronto será de noche… ¿vas a quedarte aquí?

Lucía vivía con sus padres en un pequeño piso heredado de su abuelo. Habían venido del pueblo, donde todo se había ido a pique, sin trabajo. Su padre murió cuando ella tenía quince años. Al principio, vivieron bien, pero pronto Lucía notó que su madre volvía del trabajo oliendo a alcohol, y a veces traía una botella de vino. Bebía delante de ella sin pudor.

—Mamá, ¿por qué bebes? Déjalo, no trae nada bueno—le suplicaba.

—¿Qué sabrás tú de la vida, Lucía? Tu padre me dejó sola, ¿y qué voy a hacer ahora? Toma, bebe un poco, verás cómo todo parece más llevadero. Es que no lo entiendes. Yo ahogo mis penas—decía su madre, antes de desplomarse en el sofá, dormida.

Por las mañanas, Lucía se preparaba el desayuno y salía corriendo al instituto. Quería hacerse mayor pronto, trabajar. No confiaba en su madre, que perdía un empleo tras otro.

—Mamá, ya no te contratan ni de limpiadora. ¿Cómo vamos a vivir?

—Tú ya trabajarás pronto y nos mantendrás—mascullaba su madre, borracha.

La situación empeoró. Amigos de su madre llegaban al piso, bebían hasta el amanecer, y Lucía dormía detrás del armario, asustada.

Al terminar sus estudios, entró a trabajar como enfermera en un hospital. Las noches de guardia eran un alivio: al menos no veía lo que pasaba en casa. Empezó a pensar en alquilar un piso.

Aquel día, al volver agotada del trabajo—había sido una jornada durísima—, encontró a su madre borracha y el piso vacío. Todo lo que quedaba de su vida anterior había desaparecido: los muebles, las cortinas, incluso sus cosas. Solo quedaba un viejo abrigo colgado.

Lucía salió llorando y caminó sin rumbo hasta llegar al parque, a ese banco.

Antonio la escuchó con el corazón encogido.

—Lucía, la vida da muchas vueltas, pero siempre hay que esperar lo mejor—dijo con calma—. Yo también creí que todo terminaba cuando perdí a mi esposa. Fue como si el mundo se derrumbara. Pero al final entendí que, si el destino lo quiso así, había que seguir viviendo. Tú no te rindas, siempre hay una salida.

—¿Qué salida?—preguntó ella—. Nunca podré pagarme un piso. ¿Adónde voy a ir?

—Escucha, yo vivo solo. Tengo una casa grande y me cuesta mantenerla. ¿Qué te parece si te vienes conmigo? No temas, no quiero nada malo. Serías como una hija para mí.

Antonio era un hombre honrado. Lucía le agradeció al destino aquel encuentro. Él se convirtió en su familia, en un segundo padre. Ella se encargó de la casa, llenándola de orden y comida casera. Por las noches, charlaban. Antonio sabía mucho, y ella lo escuchaba con admiración. Su bondad había derretido el hielo de dos corazones solitarios.

Pero el destino tenía otros planes. Poco a poco, Antonio empezó a mirarla de otro modo.

—Cada vez que pienso en Lucía, siento un fuego que creía apagado—confesó una noche—. Tengo que decírselo.

Y así lo hizo.

—Lucía, no sé qué pensarás, pero te quiero con todo mi corazón. Me has devuelto la vida. ¿Quieres ser mi esposa?

Lucía también sentía algo por él, quizá confundía gratitud con amor, pero aceptó.

Un año después, nació su hijo Daniel. Antonio brillaba de felicidad, y Lucía también.

—Ahora soy verdaderamente feliz—decía ella—. Antonio y mi pequeño Dani son mi destino.

Un día, Antonio le dijo:

—Mañana viene mi hermano Javier. Le conté que me casé y que tiene un sobrino. Estoy seguro de que os caeréis bien.

Y así fue. Lucía sintió algo al verlo, como si mil agujas le atravesaran el pecho. No podía dejar de pensar en él.

Javier, que había vivido inestable tras su divorcio, quedó prendado de Lucía.

—Dios mío, qué hermosa es…—pensó al verla con el niño en brazos.

Pasaron días en tensión. Una tarde, Javier le confesó:

—No puedo evitar lo que siento por ti.

—No podemos hacer esto—respondió ella—. No traicionaré a mi marido.

—Lo sé—susurró él—. Pero no quiero a nadie más que a ti.

Javier se fue de repente, dejando a Antonio confundido.

El tiempo pasó, y el destino intervino de nuevo. Un día, llamaron a Lucía: Antonio había sufrido un infarto. Cuando llegó al hospital, ya era tarde.

Javier acudió de inmediato, ayudó con los trámites, consoló a Lucía. Pero ella lo envió de vuelta.

Una noche, soñó con Antonio. Él le quitó su alianza y se la dio a Javier, como bendiciéndolos.

Lucía llamó a Javier. Fueron juntos al cementerio. El sol brillaba sobre la foto de Antonio, que parecía sonreír.

—Mira—dijo Javier—. Él no se opone.

Un año después, nació Alba, una hermanita para Dani, que no dejaba de preguntar cuándo podría jugar con ella.

**Y así, el destino unió lo que parecía imposible, enseñándoles que el amor, cuando es verdadero, siempre encuentra su camino.**

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